Así titularía el inagotable culebrón que, desde su estreno en los logseros ochenta, protagoniza la enseñanza en España. Esta temporada se estrena con la pretensión de una intrépida ministra por embridar un lucrativo negocio que lleva visos de vampirizar, hasta su total degradación, los maltrechos restos de la escuela pública. Se resisten, armados de globitos naranjas, tiernos infantes de coles privados, quienes enarbolan crucifijos y quienes hacen caja. Los apoyan por el flanco derecho sus escuderos políticos. Los profesores oficiamos de meros figurantes, atemorizados ante la renovada avalancha de innovación y burocracia que puede desatarse.

Servidor, ajeno a las algaradas de la enseñanza privada, defiende siempre lo público; en cualquier ámbito. Una educación pública de calidad es siempre el mejor instrumento de justicia social, de transformación.

Asunto diferente es la cosa de la innovación, que cómo no, protagoniza diversos capítulos esta temporada. ¡El palabro me resulta tan antipático! Tanto como el viejo discurso disfrazado de progresía, ligado reforma tras reforma a ingentes graneles de hueca palabrería. Lejos de sugerir avance, innovación es una mera etiqueta; el mascarón de proa de esa insufrible burocracia conceptual especializada en guiones educativos. Burocracia que precisa para subsistir que cada poco se renueve el cotarro. ¿Queda hoy rincón educativo a resguardo de los furiosos embates de la innovación didáctica?

Por ello, tantos profesores comprometidos con la res publica sufrimos, desde el inicio de los tiempos pedagógicos, el drama de un discurso vacuo que ley tras ley hizo el caldo gordo al ideario liberal conservador. Y mientras unos innovábamos y debatíamos el sexo didáctico de los ángeles; otros, allá donde gestionaron, concertaban pingües chiringuitos y vaciaban la escuela pública de su más valiosa función social.

Los profesores, abandonados a su suerte ante problemas que los desbordan, se vieron además anegados en un informe amasijo de currículos, indicadores, descriptores, capacidades, burocratismos e innovaciones varias que minaban su verdadera labor.

Y como siempre vuelve la burra al trigo, mi gran temor es que el guión de la presente entrega lo escriban los herederos de aquellos ínclitos expertos que tanto innovaron décadas atrás.

En tiempos pedagógicos revueltos, me refugio en un opúsculo conferencia de Hanna Arendt sobre la crisis de la educación de 1952. Y es que hace casi 70 años, la pensadora judeoalemana ya vaticinó el despropósito al que abocaba la literatura pedagógica en boga por aquel entonces en EE UU.

Animado por cierto izquierdismo mal calibrado, tan dañino discurso cruzó el charco hasta consumar el desastre en media Europa. Bastaría que la densidad de este opúsculo de solo 16 páginas se precipitase por mero efecto gravitacional para desmontar en su caída el gaseoso andamiaje de tal discurso.

La Arendt señalaba el pathos de lo nuevo como una grave dolencia contemporánea. Y es en el ámbito educativo donde sus consecuencias resultan más devastadoras. La escuela es el espacio en que se citan la vieja generación y la nueva, quienes deben transmitir su legado y quienes han de recibirlo para necesariamente alterarlo; incluso hacerlo añicos. La educación tiene pues un componente conservador; conservador en un sentido rabiosamente transformador. La autorictas del maestro cobra en ese marco todo su sentido. Chirría pues ese adanismo enfermizo de innovar, reformar y poner patas arriba cada pocos años las bases de la educación.

Resulta conceptualmente inaceptable tanta refundación ex novo, tanto redescubrir el Mediterráneo a cada paso. Los cambios de verdad surgen desde abajo, del trabajo cotidiano y la reflexión crítica sobre la actividad en el aula. De reales decretos o despachos de supuestos expertos en enseñar a enseñar el cómo aprender a aprender, poco podemos esperar; salvo burocracia e innovación.

La lección de Hanna Arendt es magistral. Como magistrales eran aquellas clases que tanto denostan los popes de esa pedagogía desligada de toda materia concreta. Son décadas contándonos lo mismo. Eso sí, de forma exquisitamente innovadora.

Pocos maestros ofrecen hoy tales clases magistrales. Simulan innovar e igual algún valiente busca resquicios por los que colar algún demonizado contenido. Pero sin ruido, temeroso siempre de acabar curriculando en el rincón de innovar. Mi generación aún conoció alguno. Y se nos caía la baba oyendo a esos sabios maestros hablar de lo humano y lo divino. Fuese una clase de geología, de historia o de filosofía. Holgaban proyectos, talleres o metodologías activas para generarnos un temblor interior. Les bastaba el amor y entusiasmo por sus materias para que el conocimiento fluyera por pura ósmosis hacia nuestros jóvenes cerebros.

Ellos no innovaban, sencillamente enseñaban.