La arquitectura de estilo imperio cuya presencia de rectas, círculos y cuadrados marcan espacios ajardinados, plazas y avenidas, un salón de baile o un antiguo casino, muestra la elegancia propia de tiempos quizá no tan lejanos en la historia como lo aparentan pero que dejan, ciertamente, un regusto de pasado cada vez más distante, propio del reino de oníricas sombras; como cuando una rosa recién cortada emite un aroma, persistente aún después de la decapitación de la ilustre reina de las flores, e inunda de dulce olor la habitación secreta consagrada para el retiro de algún solitario habitante de las sombras.

Son aquellos lugares que, a fuerza de conciliar armonías y formas, dejan una impronta permanente en el devenir de las cosas y por un momento, por un instante que quizá dure milenios, consiguen detener, por encantamiento o magia, el flujo del tiempo. Estos rincones existían, aun en forma ageométrica, muy al principio, cuando dioses y hombres eran primos hermanos y la vida consciente y la de los sueños no eran tan diversas entre sí. Entonces el tiempo se detenía misteriosamente ante la contemplación de una cascada, o escuchando el canto recóndito de un ave, quizá un cuco o un ruiseñor de los que se complacen en extraviar a los caminantes y hacerlos adentrarse en bosques y montañas habitados quizá por la diosa Venus, exilada y expulsada por los servidores de un Dios único, de sus santuarios ancestrales, refugiada en aquellas fragosidades para descarriar y confundir de puro amor a quien se encontrara con ella, arrancándole por siempre del ciclo de las transformaciones bajo cuyo yugo están todos los seres, y cuya estadio final es la muerte, para llevarlo a un reino fuera del tiempo y presidido por el olvido.

A medida que la humanidad, gracias al dominio creciente de la escuadra y el compás, consigue plasmar la impronta de la idea sobre la materia, el secreto de los bosques y las cascadas se transfiere también a los lugares de la ciudad; los espacios civiles quedan bajo el dominio del tiempo congelado, de la interrupción, de la parálisis, de un sueño en el que las construcciones urbanas, sin embargo, acaban adquiriendo la misma apariencia que la osamenta completa de algún gigante prehistórico, y se convierten en antesala de la muerte muda y callada.

Primero fueron espacios semejantes a los imaginados por Piero della Francesca; medida, proporción, distancia calculada y una concepción escultórica de la figura humana que la lleva a formar parte de frontones y pilares, como si hubieran detenido su marcha de repente y por sorpresa, quizá mirados por los ojos de una desconocida Medusa. Pero la médula de la humanidad está podrida y puede apenas sobrevivir a su obra gigantesca y arquitectónica, destinada a sucederle como mudo testigo de su grandeza. Y así el profeta que anunció nuestra edad no es otro que Giorgio Chirico, para quien el género humano vive sin rostro, sin identidad, sin rasgos que lo diferencien en medio de una naturaleza humana numéricamente perfecta, que es una sólida ciudad fría y muerta de proporciones matemáticas exactas.

Diríase que la mente que ideó tales creaciones arquitectónicas ha muerto, que el recipiente roto ha dejado escapar su perfume, que solo quedan los residuos, figuras testimoniales, de una vida anterior que proyecta una sombra enigmática cruzándose en diagonal con las otras líneas que pueblan la composición. Quizá sea la mansión del Hades, sobrecoge pensar que percibimos una extraña familiaridad con la arquitectónica frontalidad de los panteones. Y aunque el clásico estilo imperio haya quedado relegado al gusto erudito, la fría matematicidad preside la vida de las ciudades, en su perfil de edificios que cortan el cielo, en la regularidad pendular de su transporte público, en la presión de sus ritmos vitales de la que da fe el más simple de los semáforos.

Todo para que al fin, contemplemos cómo por entre estos espacios precisos, rítmicos y autónomos, se mueven sin alma ni rostro marionetas sin hilos, sombra, resto y despojo de los antiguos señores de la Creación.