Estamos a escasos días de mandar a la mierda a uno de los peores años que recordamos si echamos la vista atrás. Estamos a escasos días de pegar un gran grito con la última campanada y acompañarlo de algún taco al cambiar de número en el calendario. Estamos a escasos días de comenzar un año nuevo al que agarrarnos como supervivientes de un naufragio. Días en los que se hace aún más duro no tocar, ni abrazar para sentir el calor de los que queremos tras la pesadilla que estamos viviendo. Seis cubiertos en mesas que se hacían dobles sacando la madera de debajo, sillas que salían de todas las habitaciones de casa de nuestros padres o abuelos para que todos estuviéramos juntos en la mesa. Nada de eso sucederá en nuestras casas este año, algunos no podrán ver a sus seres queridos por las restricciones y por desgracia en muchas familias sobrará un cubierto. Mando desde aquí un abrazo a todos aquellos que tendrán una silla vacía en casa por culpa de esta pandemia o cualquier otra enfermedad. Ellos han vivido la angustia y el horror de no poder decirles adiós, de no poderse abrazar a quien les calmaría el dolor de la pérdida, esa a la que creo no estamos preparados, con pandemia o sin pandemia.

¿Estamos preparados para decir adiós a un ser querido? Llevo muchos años haciéndome esta pregunta y la respuesta es un rotundo no. Vivimos de espaldas a la muerte, la vivimos con sordidez y oscuridad. En circunstancias normales ya nos cuesta asumir la pérdida; dejar de oler, de tocar a las personas queridas. Y qué ocurre si acompañamos a un ser querido durante años en la enfermedad y dice basta, no quiero continuar, ayúdenme a morir. ¿Lo harían? No creo que haya mayor acto de amor que dejar ir a un ser querido que quiera irse.

El pasado jueves nuestro país daba un paso al frente aprobando la ley orgánica de regulación de la eutanasia, y no sé a ustedes pero a mi me parece una excelente noticia legislativamente hablando. Un país puntero en salvar vidas con la donación de órganos como es España tiene que estar preparado para asumir este derecho. Misma dignidad para morir que para vivir, no creo que sea difícil de entender. Como siempre digo: la mayor certeza que tenemos al llegar a este mundo, es que nos vamos a ir, si esto aún no lo tenemos interiorizado, mal vamos.

Para escribir esta columna he vuelto a ver una serie documental, Tabú. Y al final, la muerte, de Jon Sistiaga, que les recomiendo vean, y de la que he sacado algunas ideas y frases que me gustaría compartir; es de 2016 y con la actual aprobación de la ley, muchas de las personas que hablan en ella se sentirán satisfechas, ante el gran paso que hemos dado como país. Me siento orgullosa de uno de los participantes en el documental, Koldo Martinez, al que admiro, respeto muchísimo y considero amigo. Actual senador por Navarra, médico internista que sabe lo que es dejar ir (que no matar) a un buen amigo y aliviar el sufrimiento.

Desde mi punto de vista, la muerte es un tema tabú en nuestro país, le tenemos miedo. Si habláramos más de ella en vez de esconderla, seríamos capaces de planificar cómo nos queremos ir, hacer testamento vital, hablar con nuestros seres queridos y los que nos rodean cómo queremos que sea el final, así seríamos una sociedad que sabe gestionar un proceso por el que todos vamos a pasar. Pero no, preferimos vivir de espaldas y con miedo.

Tras la aprobación de la regulación el pasado jueves, he escuchado a la derecha más radical hablar de 'exterminio de ancianos', 'barra libre', 'eliminar a los dependientes' y a toda esa gente le tengo que decir que como con el resto de libertades que se han aprobado en este país no son obligatorias, pero bien que al llegar al poder no las han derogado. Ustedes hagan lo que quieran, pero dejen a los demás que puedan tomar sus propias decisiones con respecto a su vida. Aquellos que apuestan por los cuidados paliativos, me parece bien y lo respeto, pero como dato son aproximadamente 54.000 personas las que mueren sin unos cuidados paliativos adecuados al año, y no considero necesario alargar la agonía de personas en estado terminal que están sufriendo, por mucho que me digan que hoy en día nadie muere de dolor; yo les digo que hay muchas formas de sentir dolor, no sólo físico.

Como dice Nieves, enferma de ELA, enganchada a una máquina de oxígeno, sin poder mover los brazos y sentada en una silla de ruedas, en el documental: «Yo no quiero ver cómo te tomas un vino, yo me lo quiero tomar contigo, quiero disfrutar de la vida, y cuando ya no pueda más, no quiero continuar».

Y yo me pregunto: ¿Quienes somos nosotros para prohibirle que cese su dolor? Cuando falta la dignidad por la falta de autonomía, cuando es insoportable vivir, cuando una enfermedad crónica te tiene atada a una cama, ¿por qué tengo que seguir? ¿porque Dios lo quiera? Ni la Iglesia ni el Estado tienen que decidir por mí cómo y cuándo yo me quiera ir, si elijo por mí y por los que me rodean dejar de ser una carga o no soportar verme así en el caso de tener una enfermedad que me vaya apagando cada día.

Por suerte o por desgracia vamos a morir de enfermedades crónicas, progresivas que nos dan tiempo para pensar en la muerte y en cómo queremos irnos y pedir ayuda para hacerlo si es nuestra decisión, y esto desde el jueves es una realidad.

Me parecen muy retorcidos todos aquellos que son incapaces de entender lo que es vivir dependiendo de alguien para todo, con el cuerpo lleno de escaras, de una cama a un sofá delante de una televisión, sin poder comer por sí mismos, con pañales, haciéndose sus necesidades encima, con medicaciones que les dejan sin sentido y viviendo así uno y otro día... porque según su manera de pensar esto es amar la vida. ¿Esto es para ustedes dignidad? Para mí, no.

Esta semana he pensado en Ángel Hernández. ¿Se acuerdan? Ayudó a su mujer enferma de esclerosis múltiple, María José, a acabar con su sufrimiento, y fue acusado de delito de cooperación al suicidio, un caso que está en el Juzgado de Violencia de Género. De locos.

El jueves se hizo justicia moral al sufrimiento de este matrimonio, como al de tanta gente que como María José decidió que ya no podía más. Basta de hipocresía en este país cuando más del 50% de los creyentes y el 80% de la población está a favor de la despenalización. Pero hay una minoría con mucho poder, demasiado pegada cual garrapata a los sectores más importantes del Estado, como son la Justicia o la Iglesia, los que presionan, pero gracias a sus señorías y por una amplia mayoría esta ley ha salido adelante.

Me acuerdo de Luis Montes, uno de los firmes defensores de la despenalización de la eutanasia, que acompañó en el proceso de saber soltarse de esta vida a muchas personas que no vivían con dignidad. Fue cuestionado, perseguido y tras salir absuelto de una investigación por posible mala praxis nadie le pidió disculpas. Querido Luis, gracias por allanar el trabajo para que hoy seamos una sociedad avanzada, donde lo difícil en muchos casos sea seguir viviendo.

No tengamos miedo y hablemos de cómo querríamos morir. Personas como Nieves me demuestran que la vida es un puto regalo, pero en cualquier momento nos arras; estemos preparados para decir adiós, y ojalá dentro de mucho.