Es una costumbre habitual y recurrente de quienes acostumbramos a juntar letras, superar la barrera del folio en blanco mediante el uso de alguna definición relacionada con el asunto que vamos a abordar. Es una forma sencilla de arrancarse, un modo de solventar la falta de inspiración, de empezar a escribir cuando no se te ocurre nada más ingenioso. No sé si será el caso, pero en el asunto que nos ocupa hoy, antes de escribir estas líneas, he navegado entre varias definiciones que recoge la RAE y que paso a compartir con ustedes.

La primera de ellas es de la palabra muerte. No les descubro nada nuevo si les digo que es «la cesación o término de la vida», pero me ha llamado la atención que, en su cuarta acepción, se define como «destrucción, aniquilamiento, ruina», en relación, por ejemplo a la muerte de un imperio.

Seguidamente, he buscado el vocablo eutanasia, que la RAE define como «intervención deliberada para poner fin a la vida de un paciente sin perspectiva de cura». Luego, añade que, en Medicina, es «muerte sin sufrimiento físico».

Me he encaminado entonces hacia la palabra deliberada, que la RAE recoge como «voluntaria, intencionada, hecha a propósito» y alerta de que otra entrada que contiene la forma ´deliberado' o ´deliberada' es deliberar. Curiosas las dos definiciones de este término. Una de ellas es la siguiente: «Considerar atenta y detenidamente el pro y el contra de los motivos de una decisión, antes de adoptarla, y la razón o sinrazón de los votos antes de emitirlos». La otra dice: «Resolver algo con premeditación».

He concluido este viaje por el diccionario leyendo que premeditación es la ´acción de premeditar', un verbo que se define con contundencia. En primer lugar, la RAE señala que es «pensar reflexivamente algo antes de ejecutarlo». Después, indica cómo se utiliza el término en Derecho: «Proponerse de caso pensado perpetrar un delito tomando al efecto previas disposiciones».

Supongo que este juego de las palabras, un poco macabro, que les he propuesto les descubre mi postura sobre la ley de la eutanasia que se ha aprobado esta semana por una amplia mayoría en el Congreso de los Diputados. Me produce una gran tristeza y, por más que me pregunto qué aplaudían la mayor parte de sus señorías desde sus escaños nada más aprobarse la nueva norma, sigo sin encontrar una respuesta plausible. ¿Se sienten más libres? ¿Más seguros? ¿Más satisfechos? ¿Más aliviados? ¿Más progresistas? La aprobación de la muerte asistida (otro eufemismo más de tantos que tratan de disfrazar la dura y cruda realidad) consiguió una de las ovaciones más sonadas de los últimos tiempos en nuestro Parlamento. ¿Qué celebraban? ¿Qué hemos ganado? ¿Cuál es la victoria? ¿Quién es el vencedor y quién el vencido? ¿A qué o a quién aplaudían? ¿A la salud o a la muerte? ¿A la vida o a la muerte?

Por no hablar del momento escogido, con el mundo sometido al mortal yugo de un virus que nos mata por cientos de miles, que nos secuestra y convierte en cárceles sin barrotes nuestras casas y nuestras ciudades, que nos prohíbe pasar la Navidad con nuestras familias, que nos impide abrazarnos para celebrar las alegrías o para consolarnos ante las penas. Que nos somete a la dictadura del miedo a la muerte.

En un momento así de trágico y dramático, en que las sensibilidades se disparan y se muestran a flor de piel, en que las emociones y las lágrimas brotan casi sin querer, sin esperarlo, en que no podemos despedirnos de los nuestros como es debido. ¡En un momento en que necesitamos más salud, más vida y más esperanza que nunca! ¿De verdad era éste el momento, si es que alguna vez es el momento de aprobar una ley que nos permite matar a alguien? ¿De verdad presumimos de ser el sexto de los tantísimos países del mundo que aprueba esta ley en pleno jaque a nuestras vidas? Muerte + muerte = Pongan ustedes el resultado.

Podría seguir, pero no quiero que en estas fechas familiares y entrañables quede un mensaje agrio y descorazonador. Por eso prefiero continuar con el ejemplo y el legado que nos deja a todos una joven cartagenera, María Requena Meana, que ya recibió hace dos años el Premio al Compromiso Voluntario que concede el ayuntamiento de Cartagena y que, esta semana, ha sido distinguida con el Premio a la Persona Voluntaria 2020 que otorga la Comunidad de Murcia, aunque este segundo es a título póstumo y lo recogió su orgulloso hermano Luis.

María falleció el pasado mes de agosto, pero, como me decía una de sus amigas esta semana con todo el cariño del mundo, «nos sigue liando a todos». Esta joven enfemera, especializada en cuidados paliativos, impulso la labor de voluntariado en la planta 55 del Hospital Santa Lucía de Cartagena, la planta de Oncohematología. La llenó de luz, de color y de esperanza. La llenó de vida con su proyecto Secunda Smile, de la Fundación FADE, en el que implicó a sus alumnos de la Escuela de Enfermería para que los pacientes no terminaran sus vidas tumbados mirando a un techo blanco. María dibujó sonrisas contra el dolor.

Para María, nada era casualidad. Quizá por eso, ella enfermó y pasó de ser enfermera a paciente, de ser voluntaria a recibir el apoyo y la ayuda de los voluntarios. Para que su convencimiento de que la persona es mucho más que lo físico y que hay que cuidarla en todas sus dimensiones quedara patente. Para que su mensaje quedara grabado en nosotros con su propio ejemplo y fuera más allá de la verborrea de tantos que hemos tenido la suerte de no experimentar el dolor extremo, que ella sí vivió. A veces, la inercia del mundo que vemos y vivimos lo llevan a uno a pensar que la peor pandemia para la humanidad, el peor virus contra el que luchamos, somos nosotros mismos. Luego, más sereno, se acuerda uno de las sonrisas de María y se convence de que merece la pena luchar por el ser humano, luchar por la vida.

Nada es casualidad, María. Quizá por eso, el mismo día que se aprueba en España la ley de la eutanasia, tú sigues tan viva como para recoger un galardón, para seguir enseñándonos que tu mejor premio, nuestro mejor premio, es nuestra sonrisa.