Suele decirse que el amor verdadero debe ser incondicional, y de entre todos los posibles se coloca en el podio más alto el de una madre hacia sus hijos. La experiencia demuestra que no siempre es así, y que nada es absoluto, de modo que las afirmaciones tajantes cojean de un pie. Así me ocurre a mí con las palabras. Soy filóloga, esto es, amante de las palabras, pero hay algunas que me desagradan y me molestan, y otras a las que llego a detestar por el concepto que encierran: ahí están los adverbios ´siempre' y su contrario, ´nunca', especialmente cuando van reforzados por ´jamás'. ´Siempre' crea falsas expectativas. Es tajante y no deja resquicio. Incluso cuando le acompaña el ´casi', que a su lado se empequeñece y aparece como un mero adorno prácticamente vacío de contenido, como un pelele semántico.

´Te amaré siempre' (el pasteloso ´forever and ever' de las lyrics de los años 70 y 80), ´Siempre te lo digo', ´Lo sabes desde siempre', ´Siempre estás igual'. Tiene un aire de señorita Rottenmeier que se percibe a la legua. Denota fastidio o hace promesas que más de una vez acaban hechas añicos dejando corazones destrozados naufragando en un charco de hiel. Opino en cuanto a la felicidad como decía Solón, uno de los siete sabios de la Antigüedad: ningún hombre puede decir que ha sido feliz hasta llegar al final de sus días.

Pues eso: no se puede decir ´siempre' hasta el final, porque en cualquier momento ese siempre se quiebra como una frágil porcelana y pierde por completo su significado dejándonos desolados, so pena de que hablemos por hablar y en ese caso no tiene sentido casi nada.

Por su parte la adversativa ´pero' suele ser víctima de su significado y tomar de su propia medicina: ´No hay pero que valga', ´ni pero ni pera' y otras expresiones similares abundan en el argot coloquial. Particularmente me molesta que se encuentre un ´pero' a todo, ejercicio en que algunos son especialistas consumados. Lo repiten como un mantra agónico que les impide disfrutar plenamente de las situaciones, adelantando agoreramente la consecuencia adversa que sin duda tendrá, y que es directamente proporcional a lo placentera que sea la acción. Entiéndase que no estoy animando a contravenir normas éticas ni legales.

¿Y qué diremos del verbo ´merecer'? Personalmente tiendo a asimilar a la sensación de fracaso, sea real o imaginado, ese ´te lo mereces' o ´me lo merezco', y no digamos ´te lo hubieras merecido'; y también a la revancha que muchas veces conlleva en tanto en cuanto se considera una injusticia no alcanzar lo que se pretendía.

Muchos supuestos merecimientos justifican a su vez como reacción actitudes que, en consonancia con esa injusticia, responden a la decepción. Y si los demás nos decepcionan tal vez el problema esté en nosotros mismos, que nos sentimos desengañados al darnos cuenta de que pusimos muchas expectativas en alguien o algo que no ha resultado estar a la altura. Tal vez el listón estaba demasiado alto.

No porque me desagraden dejo de hacer uso yo también de las palabras anteriormente mencionadas, aunque procuro hacerlo con moderación, y pocas veces se escapan a mi autocensura, pues acostumbro a ser consciente de ello.

Me gustan las palabras apegadas a la tradición, las poco usadas (tan vulnerables que corren literalmente peligro de extinción, barridas por los aires de una mal entendida modernidad que siempre se cree en pugna con la tradición), y también los préstamos y los neologismos. Todas contribuyen a enriquecer nuestro idioma y a dibujar nuestro mundo. «Dime cómo hablas y te diré cómo eres». Hay quien parece creer que haciendo uso de términos soeces se muestra menos encorsetado, como en una pataleta pueril y anárquica, cuando para mí que en realidad lo que hace es cambiar de corsé. Los hay incapaces de utilizar palabras amistosas como si ese gesto de aproximación los hiciera vulnerables. Prefieren tomar una postura ofensiva que en realidad es una defensa, un escudo que encubre fallas, carencias o temores no siempre admitidos y muchas veces ni tan siquiera advertidos.

A otros les avergüenza hablar con propiedad y pronunciar con corrección, y se refugian en una especie de orgullo cateto defendiendo una dicción ´libre', sin sometimiento a normas, como signo de independencia y rebeldía. No digo que hayamos de hablar como robots con una precisión sin mácula y una exactitud fonética propia de un reloj suizo, pero creo que al menos hemos de intentar vocalizar para que se nos entienda.

En todo caso el contexto es el que debe marcar la pauta. Es propio de seres mínimamente inteligentes hacer uso de un estrato de lengua que convenga a la situación. El saber estar es una cuestión de educación básica, esa cuya base cada vez parece estar más a ras de suelo.