En el género de la novela, ahora tan de moda, lo primero que debe hacer todo escribidor que se precie es emular al autor del Quijote, si no es escribir el propio Quijote, como hacen los pintores con los cuadros de los clásicos.

Todo este afán imitativo deberá basarse, según Borges, en la «total identificación» con el autor; aunque con el riesgo de caer en libros parasitarios y carnavalescos por anacrónicos, que sitúan al protagonista y sus hazañas fuera de su lugar y de su tiempo, pongamos, por ejemplo, que como ´desfacedor de entuertos' en las Américas encrespadas, o en conversación con el tío Sam en Yanquilandia, o ya como adalid de la ciencia-ficción en los cuernos de la luna, por no llevarlo más lejos.

Frente a estas forzadas resurrecciones, ténganse en cuenta las posibles reencarnaciones del personaje, que nos ofrecen la posibilidad de insertar el alma quijotesca en cuerpos diversos y con intenciones variopintas, como ocurre con La mujer Quijote de Charlotte Lennox o las Aventuras del barón de Munchhausen, hasta llegar al Quijote con faldas que algunos vieron en Madame Bovary.

El camino más seguro para nuestro Quijote sería el marcado por la promesa de una tercera salida, cuyo itinerario se insinúa en el final de la Primera Parte: un don Quijote loco de atar, atacado de continuos desdoblamientos de personalidad, nada razonador, bravucón y pendencierito, y un Sancho Panza grosero, de lenguaje corto y burdo, deambulando por tierras de Aragón, pero con destino final en la Casa del Nuncio de Toledo. Sin embargo, el gozo de nuestro hallazgo caerá en un pozo infranqueable cuando sepamos que un relato así ya lo firmó un tal Alonso Fernández de Avellaneda, no con demasiada fortuna, que le mereció los reproches y las burlas del narrador y los personajes verdaderos cuando, en 1615, conocieron las mentiras de aquella falsa historia.

Rizando el rizo del imposible cervantino, pueden llevar a don Quijote a la novela negra nacional, ahora tan de moda, encarnado en un número, sargento o teniente de la Guardia civil, que, ayudado de una Dulcinea del mismo cuerpo o de la Policía Nacional, hallará mil maneras de sorprender y embobar al lector descifrando una retahíla de crímenes que, vengan o no a cuento, le darán eterna fama. Todo ello en una geografía en que lo real se condimenta con pequeñas dosis sobrenaturales de meigas, diantres y otros espíritus del bosque, siempre con un leve toque autonómico según la acción se desarrolle en Galicia, el País Vasco-navarro o la sierra Espuña de Alhama. Y una higa para Raimond Chandler y otros dinosaurios de la novela negra. Aunque no olviden que todo en este terreno, como en muchos otros, está ya inventado, pues Antonio Pedrosa, en El alma de don Quijote ya ofrecía las locuras e invenciones quijotescas de un ávido lector de novelas policiacas. Que aunque ustedes no lo crean, casi todo está ya escrito.

Así pues, habría que volver al propósito ´meramente asombroso' del borgiano Pierre Menard de escribir un Quijote idéntico al de Cervantes, en el que los sucesos se parecieran al pie de la letra y el relato coincidiese palabra por palabra con el cervantino, ensayando «variantes de tipo formal y psicológico» con el único fin de "sacrificarlas" al texto original, en un inacabable tejer y destejer del hilo narrativo, una y otra vez mimetizado con el original.