El novichok es un agente tóxico letal que está siendo utilizado en las guerras secretas. Así lo denunció Alexéi Navalni en Berlín al salir del hospital, donde permaneció 18 días en coma tras sufrir un colapso repentino que él atribuye a un envenenamiento del que acusa a Putin: «Quiere ser el zar de Rusia. Considera un peligro a todo aquel que denuncie la corrupción. Mi envenenamiento no es el primero y no será el último». ¿Por qué el Kremlin necesita estas armas químicas? le pregunta el periodista. «No seamos ingenuos. Los Gobiernos asesinan. Muchos Gobiernos». En Teherán, el científico iraní Mohsen Fajrizadé, director del programa nuclear del país, cayó abatido el mes pasado por los disparos de una ametralladora automática instalada en una camioneta y activada por control remoto. Las autoridades iraníes acusan sin dudarlo a los servicios secretos de Israel. El ataque se producía mientras en Irán se ultimaba la ejecución de Ahmadreza Djalali, un investigador que trabajaba en Estocolmo y que había sido condenado por espiar para el Mossad.

Estas historias se pueden leer en los periódicos. Se publican como si nada. Las leemos como si pertenecieran a un mundo paralelo, que no nos incumbe, que ya no nos roza. Se leen como ficción, pero sin el interés que despierta la ficción. Son historias de un mundo intocable, las pesadillas ignoradas de una civilización que ha asumido su derrota.

John Le Carré escribía novelas de espías, es decir, sobre la cantidad de verdad que estamos dispuestos a tolerar para seguir aceptándonos a nosotros mismos. Nos hacían soportable con la ficción lo que nadie es capaz de mirar cara a cara en la realidad. Se pasó la vida hablándonos de lo que hay detrás de las cortinas y del precio que hay que pagar por mantenerlas echadas.

En sus últimas novelas, sus espías parecían fantasmas insomnes del pasado sin apenas interés ya en arrojar luz sobre los secretos ocultos en los archivos. Traía al presente a esos espías que perdieron todas las batallas de la guerra fría para volver a pensar toda una época y, con ello, extraer algunas lecciones que sirvieran para el mundo de hoy, porque los desafíos son los mismos: los límites del poder, el dominio de la oscuridad, la fragilidad del individuo.

Sus últimas historias mostraban la desesperanza por todo el sacrificio exigido en nombre de un mundo que no ha sido digno de él, como espías resignados al triunfo final de las sombras. «No éramos despiadados. Nunca fuimos despiadados. Teníamos una piedad más amplia. Quizá mal dirigida. Y sin duda inútil. Ahora lo sabemos. Pero entonces no lo sabíamos». Lo sabemos, Le Carré nos lo enseñó, pero ya no hacemos nada.