No hace falta leer El Arte y su Sombra de Mario Perniola para saber que todas las cosas que refulgen, de tan iluminadas por los focos, proyectan, a la vez, unas sombras que esconden lo que se nos escapa cuando estamos encandilados. Esto es una gran verdad de la física, pero también de la historia, de la política y de la vida. Y no me refiero solo a la navidad, sino a todo el sistema capitalista en el que nadamos, como podemos. Pero que nadie me acuse de parcial, que esto pasa y ha pasado con cualquier sistema y sociedad: ¿qué eran, si no, los grandes desfiles fascistas, nazis o de la URSS? A las masas les encantan las demostraciones de poderío, los rascacielos interminables, las banderas por miles o por kilómetros, las luces a tutiplén y los escaparates deslumbrantes.

Entramos en unos días que, al menos hasta la fecha, eran días de luces y fiesta, donde la gente se esfuerza por estar radiante, como las luces, y en celebrar los buenos sentimientos, los buenos deseos y la esperanza de un porvenir mejor. Todos conocemos mucha gente que no gusta de celebrar estas fiestas navideñas y, además, en la sombra, hay muchos que ni siquiera pueden celebrarla. Tengo claro que quienes me leáis diréis «ya está aquí el aguafiestas», porque mira que nos da rabia que, cuando estamos comiendo el pavo o el besugo, nos pongan en la tele a quienes no tienen para comer, a quienes están solos, a quienes están enfermos o a quienes vienen de lejos y nadie da posada.

Este año todo es distinto, la pandemia mundial nos hace a todos más vulnerables, que hasta los poderosos del mundo pueden contagiarse. Enfermó el presidente de Gran Bretaña, el de Brasil, el de USA y ahora el francés Macron. Pareciera que el coronavirus no distingue entre ricos y pobres, pero bien es verdad que las estadísticas nos dicen que los más vulnerables, los ancianos, los que viven hacinados, los empleados que trabajan en peores condiciones y ganan menos, los que tienen peor acceso a la sanidad pública, son los que peor lo están pasando y son los más propensos a enfermar y a morir. Sí, a perro flaco todo son pulgas. Nadie quiere ser perro flaco, evidentemente, y menos en estos días en que nos atiborramos a comer, si nos lo podemos permitir. Por eso el mejor visto es Santa Claus, que está bien gordo, y los Magos de Oriente, que aunque no eran reyes, vestían valiosas capas y túnicas y tenían camellos y sirvientes. Por cierto, no estaría de más preguntarnos la razón por la que el rey blanco es el que lleva el oro y el negro la mirra, pero eso lo dejamos para otra ocasión.

Hay quienes una vez celebraron la navidad pero luego, por diferentes motivos, dejaron de hacerlo, y también los hay quienes nunca se han sumado a estas celebraciones que detestan. Los hay que, siendo creyentes o no, critican los excesos, el consumismo, la felicidad hueca, el postureo y el despilfarro egoísta que no mira a su alrededor, en la sombra, donde hay gentes que malviven, incluso en fechas tan señaladas. En un mundo que hace aguas, mientras muchos no pueden salir a flote, la navidad no puede ser una falsa esperanza para que nos conformemos, ni un escudo para que consumamos a pajera abierta, sin remordimientos.

También es difícil celebrar la navidad cuando se tiene lejos a familiares cercanos o están enfermos, o cuando se ha perdido a alguien en la casa. Sé de lo que hablo, porque nada peor que perder a tu padre, precisamente en la noche buena. Después de eso ya nada es igual, por más interés que todos pongan en compartir un buen rato en torno a la mesa. «Comamos y bebamos que mañana moriremos», que dijeron los sabios y los profetas.

Tal vez la mejor navidad siempre la recordamos en nuestra infancia, cuando estábamos todos, y teníamos los ojos abiertos como platos porque disfrutábamos de las sorpresas y los regalos. En nuestra memoria quedarán los cuentos al amor de la lumbre que nos contaban los abuelos y los villancicos tradicionales que se cantaban en familia o cuando los vecinos venían a pedirnos el aguilando. En aquellos tiempos podíamos inflarnos a turrón y hasta probar un poco de anís, como si fuéramos mayores, sin miedo a la tensión ni el azúcar en sangre. Al final, no podemos sustraernos a la nostalgia, lo sé, aunque debemos mantenernos firmes para que otros no hagan negocio con ella.

Esta mañana me ha llamado mi madre para que le ayudase a hacer los cordiales. Ella dice que, con ochenta y tantos, no sabe si va a ser su última vez, que veremos si llega a tiempo la vacuna y que quién sabe si no le hará reacción alérgica, que si una vez le sentó fatal la vacuna contra la gripe? Mi madre, en su juventud, estuvo empleada en una panadería-repostería en Granada y siempre se quedó con las ganas de montar una en Pozo Estrecho. Desde niño, en estas fechas, la recuerdo haciendo los embutidos de la matanza del cerdo y haciendo los dulces navideños: Rollos de anís, rollos y tortas de naranja, tortas de chicharrones, mantecados, suspiros y, sobre todo los cordiales.

De los cordiales me gusta hasta el nombre, ciertamente, porque viene de corazón y de cordialidad y ello nos permite paladear la esperanza de la fraternidad y la alegría compartida. Este tradicional postre del Campo de Cartagena y de la Región de Murcia está hecho a base de la almendra molida de nuestros campos, azúcar, huevo y cabello de ángel de calabaza. Yo creo que mi madre ha querido que yo también aprenda la receta, igual que lo han hecho mis hermanas en otros años. Yo no he tomado nota, la verdad, ojalá mi memoria sea como la suya, que lo lleva todo en la cabeza y parece que lo hace a ojo.

Mientras escribo esto, me he comido un par de exquisitos cordiales recién hechos. Esta navidad tendremos muchas luces y muchas sombras, pero aún nos quedan personas que nos cuidan o a las que cuidar, en casa, a nuestro alrededor o en el mundo. Son el mejor regalo.

Cuidémonos, cuidémosles.