Este año, mi día de programa radiofónico coincide con el Radio Maratón de Cáritas de mi pueblo. El director de la emisora, que colabora muy directamente en el evento, me insta a que participe haciéndolo mi tema de esta semana. Pero es que, además, no puedo olvidar, ni debo hacerlo, un par de circunstancias importantes que también coinciden: una, que este Radio Maratón, ya instituido en el tiempo y en la efemérides navideña desde muchos lustros, fue plantado aquí por mi amigo y cura Antonio, aquel alcalde Pedro Jiménez que se involucraba hasta el tuétano en los requerimientos a todas sus relaciones, y un servidor de ustedes, que entonces peleaba en mil frentes. Y otra, que este año es un Radio Maratón muy especial, porque, precisamente, sobrevive y sigue haciéndose en ´el año del cólera´ (léase coronavirus).

En aquella primera ocasión (¿veinticinco? ¿treinta años?) ya expresé, no sin cierto escándalo por parte de algunos y algunas, que aquello no era cuestión de caridad, si no de justicia. O se interpretó mal o no se quiso interpretar bien. Cuando se dice, desde instancias administrativas (y la administración de Justicia es parte de la Administración) esa frase de que «aquí no estamos para hacer caridad», dice bien, pero lo hace mal, y es precisamente por eso mismo por lo que existe Cáritas, y existen las Ong, o cuanto ´sinfronteras´ hay. Pero la verdad es que si existiese una auténtica Justicia (y lo dice quien, a la vez que director de Cáritas era también juez de paz), entre otras cosas, no habría necesidad de caridad alguna.

La justicia del mundo, o en el mundo, es como un departamento estanco, que funciona con principios profesionales del Derecho y funcionariales. Son leyes, normas y reglamentos, no sentimientos. Y este sentimiento último es la dimensión que le falta, precisamente. A veces también son dogmas en la religión, que se convierten igualmente en normas y leyes. Sin embargo, no hablamos de un oficio, sino de un sentimiento del ser humano que, el que no lo tiene, es un humano a medio ser. La cosa es sencilla: cuando Jesús hablaba de ´los justos´ no se refería, en modo alguno, a los jueces, ni a los dignatarios de su época, ni tampoco de esta época, por supuesto. Él los nombraba justos porque obraban según la justicia del Padre, no la justicia del hombre, o sea, según el Espíritu, no según el cerebro, que es para determinar las leyes y supuestos, o para castigar delitos y agravios. Hablamos de ´justos´ en otra dimensión (superior) de la Justicia. Por eso digo que si la justicia (minúscula) hiciera Justicia (mayúscula) no haría falta hacer caridad.

Y da la puñetera casualidad que Jesucristo lo puso muy fácil. Tan extremadamente fácil que hasta hace daño entenderlo: La justicia (caridad) empieza y termina en los más débiles y necesitados de todos, en los que pasan hambre y sed, de esa justicia precisamente: la suya, no la nuestra: los refugiados entre nosotros.

¿Cómo se puede hablar de justicia ante la existencia a nuestras puertas de campos de concentración? Personas que son desahuciadas de sus casas y tiradas a la calle porque no pueden pagar el alquiler; o pagan o pasan hambre. Ancianos que mueren de frío porque no pueden permitirse comprar la electricidad con que calentarse. Niños, el 30% en España, que en vacaciones, sin comedores escolares, no tienen cómo alimentarse. En la galopante desigualdad y pobreza en nuestro país. En tres palabras: los más débiles.

¿Queréis ser Justos? Luchad por ellos, a favor de los más pobres, nos dijo el nazareno aquel. No permitáis la pobreza ni la necesidad, luchad contra la desigualdad. Sed compasivos entre vosotros y con vosotros, pero sed justos con los más débiles que vosotros. No consentid que nadie de vuestra comunidad pase necesidad, pues eso no es justicia, ni tampoco caridad. Se cuenta que en las primeras comunidades cristianas la gente compartía, nada era de nadie y todo era de todos. No era por caridad, era por un principio de justicia humana y divina.

Aquellas comunidades se hicieron pueblos, los pueblos crecieron en ciudades, las ciudades formaron países. Las necesidades de los pobres sobrepasaron a los ciudadanos de esos países. «Yo no puedo solucionar eso», nos dijimos a nosotros mismos, eso es cosa del Estado. Y lo que debió ser un principio de justicia universal quedó en bienintencionados parches o en bienaventurados grupos de personas y organizaciones que intentan paliar, aún muy levemente, la injusticia de la pobreza, procurando hacer lo que deben hacer esos mismos Estados. «Cuidad de los más pobres, los más débiles, los más necesitados», fue la única petición que el Maestro nos dejó dicha. La única válida.

Pues bien, lo que hoy se hace en nuestro pueblo es lo poco de eso mismo que nosotros podemos hacer. Para solucionar el problema de la pobreza en los países y en el mundo no podemos hacerlo compartiendo, si no votando, presionando a nuestros gobernantes y dirigentes, eligiendo a los más justos (aquí es donde hemos de ubicar esos justos de las Escrituras), y estamos aún muy lejos de elegir a los que piensen en los más necesitados antes que en su propia paga. Pero paliar en lo posible la desigualdad y la pobreza, y la necesidad de nuestros convecinos, de nuestros próximos prójimos, sí que alcanza con nuestra solidaridad personal, con el hecho de compartir, con el acercamiento a los más débiles?

Fíjense que prójimos viene de próximos, y que hermanos viene de cercanos. La justicia está igual en las actitudes para con esos próximos que no son de nuestro color, de nuestra cultura o de nuestra fe. También la caridad, también; y hablo de actitudes, no de aptitudes.