No pude ver en corto a Maradona, pero alcancé a contemplar a Bobby Fischer en la prodigiosa exhibición del VIII Torneo Interzonal, que hace exactamente medio siglo pavimentó su ascenso al título mundial de ajedrez en Islandia. Se olvida con frecuencia que España es el país donde el monstruo norteamericano disputó más partidas fuera de Estados Unidos. Hasta 23, todas en aquel diciembre de 1970 en el Auditórium de Palma.

Estuve allí, pero en la presencia decorativa se detiene mi memoria. Aquellos torneos de un deporte minoritario no podían compararse a los shows deportivos que hoy parecen extraídos de Las Vegas. En los enfrentamientos de los gigantes circulabas sin trabas entre nombres como Petrosian, Korchnoi, Panno, Uhlmann, Portisch, Polugaievsky o Smyslov. Podrías haber tocado fácilmente sus hombros cargados sobre la mesa, en el mayor despliegue cerebral de la humanidad. Fue precisamente Fischer, que no volvió a disputar otra competición colectiva, quien divinizó a los grandes maestros. «De ser practicantes de algo parecido a la petanca, saltaron al nivel de la NBA gracias a él». Así se expresaba Juan Manuel Bellón, otro ilustre miembro del gremio.

Paseabas entre los gigantes pensando que podías impregnarte, el aura de Fischer era tan poderosa como el seguimiento de sus partidas. Años después leí que Max Euwe, el profesor holandés que presidía la Federación Internacional tras haber sido campeón del mundo en los años treinta, declaró por entonces en Mallorca que «Fischer es más que un genio del ajedrez, nadie en el mundo ha jugado hasta ahora como él». Nadie lo haría después, pero es solo la opinión de un aficionado.

Años después pude disputar el Interzonal mallorquín con menos trepidación, rescatando las partidas para reproducirlas en casa. Y así comprendí de nuevo a Bellón: «Fischer es la persona que más ha hecho por el ajedrez», aunque hablaba antes de Gambito de dama. Basta manejar los rudimentos del ajedrez para captar el galope desenfrenado del estadounidense, la tensión que imprime a la partida y, ante todo, su voluntad de aniquilación del rival. Sientes vértigo y sudores, Fischer poseía la misma absorción instintiva del tablero que Einstein del universo, aunque hay más partidas de ajedrez a celebrar que átomos en el cosmos.