Cuando hace un año y medio me mudé a Bruselas los mensajes de despedida eran una mezcla un tanto esquizofrénica de alegría compartida y pena. No la mía, claro, que aún creía que sería mi sueño profesional y que el Parlamento Europeo no tendría ninguno de los vicios de la baja política española. Errores de juventud, ya saben.

Mi familia y amigos, les contaba, se despedían de mí con sus mejores deseos y una coletilla final casi idéntica en todos los casos: «Seguro que te lo pasas muy bien, aunque Bruselas es muy aburrida». Imagínense todas las variaciones de esa frase en las distintas combinaciones gramaticales que se les ocurran y multiplíquenlo por cien. Así estuve viviendo mis últimas semanas en España.

Cuando llegué a Bélgica comprobé que la esquizofrenia de la que hablaba al principio era la mía: el centro neurálgico de Europa, donde ocurre todo aquello que podamos imaginar, es a la misma vez el epicentro de todo y el núcleo de la nada. Una mezcla perfectamente compacta entre la más alta toma de decisiones en los edificios de cristal y el más absoluto coñazo al volver al asfalto. En Bruselas pasa de todo y no pasa de nada. De lunes a viernes el barrio europeo entra en ebullición y el fin de semana parece un agosto cualquiera en Murcia, con algún turista despistado y algún local al que le han fallado los planes.

Bélgica es un país un tanto deforme. No tienen apenas identidad nacional más allá de odiar a sus vecinos (algo que, como diría Rajoy, no es cosa menor, o en otras palabras, es cosa mayor), hablan dos lenguas distintas sin que haya una común en la que se entiendan, tienen una monarquía relativamente joven y extremadamente genocida (hola, Leopoldo II), es un país frío con dos ciudades medianamente bonitas y una capital que hace que Valencia o Bilbao parezcan Nueva York a su lado.

Lo más interesante que solía ocurrir en Bruselas es que el epicentro europeo de la yihad está en uno de sus barrios, uno no excesivamente alejado del centro turístico, por cierto. Normalmente cada mes y poco aparecen noticias en los periódicos belgas en las que se dice que han detenido a alguien peligrosísimo que llevaba años viviendo ahí sin que nadie se enterase.

Quizás el hecho de que haya policía ya no municipal, sino de barrio, y que las distintas comisarías no se comuniquen entre sí para absolutamente nada ayuda a que delincuentes que van desde los líderes del ISIS hasta el prófugo Puigdemont entiendan que Bélgica es un país idóneo para vivir.

En el país de Astérix la comida nacional por excelencia son las patatas fritas. Que están buenísimas, sí, pero son patatas fritas. El belga más celebre en décadas ha sido Jean-Claude Van Damme, y el único deportista medianamente reconocible es nuestro Courtois.

Bélgica es un país en el que nunca pasa nada hasta que un líder de la ultraderecha húngara aparece huyendo desnudo de una orgía gay durante el confinamiento, Berlusconi frecuenta sus calles acompañado de señoritas de dudosa mayoría de edad, un par de independentistas catalanes reclaman casito de manera infructífera y de repente, años después de pisarla por primera vez, conoces en Bélgica al primer belga con el que hayas podido hablar hasta la fecha.

Bruselas es una ciudad horrible con un encanto irresistible.

Todo europeo debería aburrirse aquí al menos una vez en la vida. Aunque nunca pase nada, aquí siempre está ocurriendo todo.