Era necesario ponerle música a los nuevos tiempos. Mozart había sido un genio, qué duda cabe. El mejor, tal vez, de todos los que han pisado la tierra. También Bach, con su polifonía y contrapunto, tan modernos en nuestros días. Pero ninguno de ellos hablaba el nuevo lenguaje de la historia. Una dialéctica tan íntima con el ser humano que prefería el ruido de un cañón al de la sutileza de una taza de té. Ahora el mundo se había vuelto gris, fuera de los salones de palacio. Los ejércitos marchaban por el continente, las banderas de los Estados se izaban y se desprendían de los mástiles como palomas despistadas. El hombre había salido de sus tinieblas, decían los filósofos, y era el momento de caminar por sí solo. «Se acabó la tiranía», dijeron en Francia, y un músico de 32 años se encomendó la enorme tarea de darle voz a una época distinta.

El Beethoven de 1802 había compuesto dos sinfonías que imitaban el clasicismo. Ya vivía en Viena, la capital de la música, y había podido conocer a Mozart. El imperio de los Habsburgo bullía de palacios y cafeterías donde los conciertos de piano y violín servían de pasatiempo para una aristocracia incapaz de comprender la fuerza de aquel general bajito que desde París estaba cambiando para siempre las formas de entender el mundo. Pero el músico nacido en Bonn sí lo había entendido. Dedicó todo el invierno de aquel año a intentar traducir al lenguaje sinfónico lo que Napoleón estaba haciendo en el terreno político. En Francia ahora se había instaurado una nueva religión de los hombres, sin más dioses que la libertad, la igualdad y la fraternidad. Así entendió Beethoven los éxitos militares de Napoleón en Italia, en Egipto y en Palestina. El general francés había nacido un año antes que él pero su juventud no le había impedido transformar la sociedad y la política.

Y Beethoven lo hizo. Fue su Tercera Sinfonía, titulada en un primer momento Bonaparte. El homenaje con el que el músico quería saldar su deuda con los nuevos tiempos debía cambiar también el paradigma de la música clásica. Ahora las tropas francesas tendrían un ritmo más propio en sus conquistas militares. Los acordes secos del primer movimiento, como salvas de cañón, los instrumentos de viento que le siguen, los violonchelos, hasta desembocar en la orquesta, como si el mismo Napoleón cabalgase dentro de la sala de conciertos. Fue una sinfonía de espíritu. Enérgica como pocas antes se habían compuesto, pensada para despertar el ánimo, para volver la vista hacia el campo de batalla, donde el hombre conquistaba su libertad.

Pero Beethoven también estaba inaugurando una nueva forma de hacer música. La Tercera Sinfonía es algo nuevo. Tiene un tono distinto a Mozart. Hablan un lenguaje diferente. Estaba naciendo la música romántica a la vez que las fronteras de los viejos imperios se fracturaban entre pasos de ejércitos y tratados internacionales. Muchos estudiosos musicales suelen marcar una linea divisoria al hablar de la vieja y la nueva música. Los acordes de la Tercera Sinfonía son el nacimiento de una nueva era musical. De ahí partirá Schubert, Rossini, Mendelssohn y posteriormente Chopin y Wagner.

Pero Napoleón no resultó ser un hombre nuevo en la historia, sino un arquetipo muy conocido, con distintos ropajes. Los discursos donde se proclamaba la libertad venían escritos en versos de bayonetas y al paso del ejército francés solamente quedaba sangre y destrucción. En 1804, cuando Beethoven ya había acabado la sinfonía (pero no estrenado), Napoleón se proclamó Emperador y emprendía la conquista de Europa, aplastando a los ejércitos austriacos, prusianos y rusos. Desapareció el ideal del hombre que había nacido para darle a los pueblos la libertad. La máscara se había desprendido de la carne y el aspecto era tenebroso. Fue entonces cuando Beethoven tachó (dice la leyenda) con un lápiz hasta agujerear el papel. El nombre de Bonaparte desapareció de la sinfonía y pasó a titularse Sinfonía heroica, compuesta para festejar el recuerdo de un gran hombre, dando una interpretación ambigua a la identidad de ese gran ser, tal vez el nacido del nuevo tiempo.

Afortunadamente, el músico decidió cambiar el título y no la composición. La sinfonía se estrenó en 1805 con un escaso éxito. El parto del nuevo lenguaje musical iba a ser lento, pero si Mozart había sido enterrado en una fosa común ¿acaso Beethoven podía reclamar éxito para una obra abiertamente revolucionaria? El hecho de que el músico alemán tomase partido por Napoleón (viviendo él en Austria y habiendo nacido en Renania) y después cambiase su postura política nos sitúa también en la estela de lo que Kant formuló como «la autonomía del artista», preocupado no solamente de crear formas bellas sino además de situarlas en relación con un interés político concreto.

Se suele comparar la figura de Beethoven con la de Goya: en ambos es indiscutible la genialidad, la importancia de sus obras como transformación del mundo del arte y generadoras de un nuevo discurso. Pero sus similitudes trascienden el plano artísticos. Los dos sufrieron la tiranía napoleónica y sus obras fueron productos estrechamente relacionados con la situación que les tocó vivir. Los fusilamientos del 3 de Mayo es una cuadro en donde puede escucharse la Tercera Sinfonía. Está en los rostros de terror de los ajusticiados y en los fusiles de los soldados franceses. Que tanto Beethoven como Goya padecieran sordera alimenta aún más el mito de su fraternidad.

La enfermedad que hostigó al músico alemán no le impidió elevarse como una figura clave en el mundo contemporáneo. La visión de Beethoven como un artista aislado, con un carácter inaccesible , «con una borrasca en la frente», como lo retrató el poeta Miguel d´Ors, no nos aleja ni un ápice de la excelencia alcanzada a través de su música. No hay elocuencia mayor en este sentido, aún en nuestros días, que sus sinfonías, cuartetos de cuerda, sonatas o serenatas.

Ahora que se cumplen 250 años de su nacimiento, un 16 de diciembre de 1770, la música de Beethoven sigue hablando de nuestra época. Sigue escribiendo los acordes de nuestra historia. Las tropas aliadas desembarcaron en Normandía en junio de 1944 al ritmo de la Quinta Sinfonía, esa combinación de tres tonos cortos y uno largo. Aquel fue el origen de la Europa unida, la que disfrutamos en nuestros días. La Oda a la Alegría que culmina la Novena Sinfonía ya se ha convertido en un himno de hermandad entre europeos que, después de tantas guerras, lograron elevarse por encima de sus diferencias y construir un camino común.

Nuestros tiempos no han superado aún a Beethoven. Aún somos hijos de su música, que ha sobrevivido a los tiempos de guerra y triunfa en los de paz.