La Navidad es una fiesta que tiene unos claros precedentes paganos, tanto en las celebraciones del Imperio romano como en las de los pueblos germánicos o eslavos. Los árboles, las figuras míticas de ancianos bonachones o las luces y guirnaldas forman parte de este acerbo tradicional.

En realidad, nada quita a la celebración cristiana que se haya llegado a un sincretismo maravilloso entre aquellas celebraciones que los pueblos poseían previamente y lo que celebramos desde al menos el siglo IV los que pertenecemos a esta forma de ver el mundo que llamamos cristianismo. Poco importa si el día de Navidad se puso o no para coincidir con el Dies natalis solis invictis, o si es una celebración de las saturnales romanas. Lo importante es que aquello que los pueblos previos al cristianismo celebraban como fin de las cosechas, renovación del ciclo de la vida y resurgimiento de la luz en el mundo, acaba coincidiendo con lo que el cristianismo vivía en su fe en Cristo: Luz del mundo y renovación plena de lo verdaderamente humano.

El problema no está en que haya una fiesta pagana detrás, el problema está en que la experiencia de renovación y plenitud humanas queden atrapadas en la trampa de un modelo socioeconómico voraz que destruye cuanto toca. Lo hemos visto con absoluta nitidez en expresiones como «hay que salvar la navidad» para referirse al estrés consumista que azota a nuestras sociedades en estas fechas y que la pandemia ha imposibilitado en parte.

Paradójicamente, podemos suscribir esa expresión, pero dándole el sentido que debería tener: hay que salvar la Navidad, así, con mayúscula, de quienes se la han apropiado durante los últimos decenios, convirtiéndola en una fiesta del consumo egolátrico que nada tiene que ver ni con las fiestas paganas que celebraban la renovación del ciclo anual de la vida, ni, menos aún, con la celebración del nacimiento de Jesús, en una mísera cuadra, rodeado de lo más humilde de la sociedad de su tiempo, sin lugar si quiera en el albergue para forasteros. Pues la Navidad celebra que quien se entregó en la cruz del Imperio es el portador de la mayor entrega: la de Dios mismo en un ser indefenso, pura necesidad, en un recién nacido.

Bien está que celebremos alegremente, pero no como los bobalicones que solo saben lanzar felicitaciones vacías. Bien está que pongamos luces y guirnaldas para iluminar la noche, pero sabiendo que es un signo de la Luz que nos ha nacido en Belén. Bien está que pongamos nuestras mejores galas en la mesa para cuantos se acercan a nuestras casas, porque el signo evidente de que celebramos la Navidad es que compartimos aquello que somos y tenemos con todo aquel que se acerca a nosotros. Incluso es bueno que seamos generosos, desprendidos y hasta espléndidos en nuestras compras, si son para expresar que todo lo que tenemos es un don que solo cobra sentido cuando se ofrece a los demás.