Resulta extraño, nada fácil de admitir al principio, pero finalmente lo vemos con esa claridad diamantina con que se presentan las cosas cuando comprendemos al fin que son, verdadera e irremediablemente, inevitables. Lo cierto es que hemos cruzado los umbrales y puntos sin retorno, como suele pasar, inadvertidamente. La gran paradoja es que, teniendo los ojos abiertos y la mirada alerta a lo largo del camino que se desconoce, es entonces cuando se puede extraviar el caminante. Sí, cuando más avisado y alerta está; igual que un barco atrapado en los hielos perpetuos del polo, aún maniobra tratando de evitar lo que ya ha sido sentenciado por los hados. Se hacen valer la pericia técnica, la veteranía y el valor de la tripulación, tanto como las prestaciones técnicas del navío, pero lo cierto es que el cerco se completa, y con los hielos perpetuos nos encontramos atrapados en el último círculo del infierno, aquel del que habla Dante. El anillo se cierra y el barco resta inmóvil igual que en aquellos escenarios tenebrosos de la novela de Ransmayr, Los espantos de los hielos.

Queda entonces por hacer lo único que resulta posible y que aconseja el buen sentido, esperar. Mantener serenamente la disciplina, promover un nuevo horario con tareas para que la mente no se extravíe en medio de una inmensidad devastada sin accidentes geográficos. Hasta el tiempo parece haberse detenido, no frente a una frágil obra humana, sino frente a naturaleza misma, mucho más insensible a sus cambios. Ni siquiera los días pasan para quienes han caído bajo el hechizo de los hielos y están atrapados tras los muros de un mortífero palacio de cristal. El día y la noche no se suceden, quedan pasmosamente petrificados. Valor, no hay otro remedio; y paciencia, que es más importante aún que el valor. Quizá, racionando los alimentos y sacrificando a los perros que iban a tirar de los trineos, pueda llegar el momento de la ansiada salvación, de la expedición de socorro, de oír la fractura que provoca el rompehielos abriéndose paso por la banquisa o el motor de un avión de reconocimiento. Es el imperio del sentido común, de la racionalidad y la calma, la sangre fría; no tanto por el valor sino porque no queda más remedio. Muchas veces llamamos heroísmo a lo que no es más que una esforzada resignación que aún no se han rendido, que aún no ha extinguido su mirada, atenta a los cambios de la fortuna por si, en el último instante, aún fuera posible realizar una maniobra final, o asirse a un clavo ardiendo. La desesperación puede ser calma, tranquila, plácida y completamente resignada.

No todo el mundo sabe morir de pie, o con la tranquilidad de un sabio, como sucedió con la hoy legendaria expedición del capitán Scott. Aquellos exploradores murieron con una calma heroica, que nada tiene que ver con la vaga y convencional satisfacción del deber cumplido o de la belleza del sacrificio. Sin embargo, rodeado del hielo de la desesperación y de la noche eterna, en la más absoluta y perfecta nada, pueden atacar todos demonios desconocidos a la vez, y pueden presentarse con la ferocidad de un último acto brutal y desesperado, con la violencia más cruel, sabiendo que ya no ha de quedar nada detrás de nosotros. Si la oscuridad de la vida es tan impenetrable, lo más probable es que los ojos de los dioses ya no nos observen más, y que el destino final carezca de importancia. Entonces morir es un espectáculo cruel, un frenesí sin sentido ni razón, donde la consciencia es la primera en perecer. La brutalidad más pura y primitiva surge entonces, el comportamiento más animal, la reacción más elemental, porque es un vuelta a lo primordial, un regreso a la materia. El cerebro reptiliano cobra una última victoria, sobre las ruinas de lo que antes eran los andamiajes de la civilización. Nada valen grados ni uniformes, las armas son las manos y los dientes, se abandona la condición humana. La naturaleza asiste indiferente a la lucha, ya se hayan terminado de escribir las más bellas palabras de despedida con lápiz de carbón porque la tinta congelada es inútil, ya se hayan pronunciado unas últimas oraciones y dado el abrazo final; todo eso importa tanto como haber dejado aflorar la bestia humana que habita en nosotros desde de los tiempos antes de Adán y que pugna por salir ante cualquier acontecimiento catastrófico que nos devuelva a la condición animal.

La mañana siguiente el drama ha terminado, la nieve cubre los últimos restos de barcos y tripulantes. Se hace el silencio y nada, absolutamente nada, ha pasado aquí.