Pues resulta que tenemos la Navidad encima, y yo con estos pelos. Y sin ná que ponerme. Pero no es eso lo peor, amigo y amiga mío y mía, es que tampoco sé dónde ponerme. Si aquí, allá o acullá. Este año el coronavirus parece venir a recordarnos una lección olvidada en el tiempo, y es que el misterio de la Navidad nada tiene que ver con el montaje consumista, hedonista y populista, festero, chamarilero y populachero, por la que la conocemos. Y viene el jodido virus éste a susurrarnos a la oreja que el lanzarnos a todo eso es jugarse el pellejo y jugarnos el de nuestros prójimos más próximos, que allá nosotros con lo que entendamos por responsabilidad. Y que este año se nos brinda la oportunidad de soltar lastre al que nos hemos atado, y nos paremos a pensar (si no nos va la hernia en ello, claro) recapacitar, reflexionar, lo que es la genuina y auténtica Navidad, y en lo que lo hemos convertido. Lo que pasa es que ya no sabemos celebrar la otra, ni dónde ni cuando la perdimos.

De momento (estoy convencido de ello) mandaremos las recomendaciones sanitarias a tomar el relente a la esquina de enfrente, pues ¿cómo no voy yo a cumplir con la sagrada juntaera con la familia entera, a la que tanto quiero? (una forma de amarse es arriesgarse los unos a los otros). Uno me decía el otro día: «Acho, ¿no es cierto que para que la pólice entre en mi casa ha de ser con una órden judicial? Pues más vale que la traiga esta Nochebuena». Estos son los propósitos. No sé si unos pocos, unos regulares, o unos muchos propósitos, pero me temo que va a ser la tónica cuasigeneral, dadas las circunstancias. Y las circunstancias no son otras que hemos bajado de nivel extremo a nivel grave y ya nos creemos con el derecho social y personal a relajarnos hasta el extremo de hacer el idiota congénito, que, por otro lado, es lo nuestro. Pues bien, pues bueno, pues vale, pues nosotros mismos. No se me escapa que los seres humanos somos seres sociales por naturaleza. Y que nos vemos compelidos a socializar nuestras relaciones en gran medida. Y lo he de reconocer, no lo voy a criticar. Incluso forma parte intrínseca del carácter mediterráneo (y qué le voy a hacer, yo soooy del Mediterraaaneo), y de todos los países, España el que más. La medida la da en que somos los que tenemos el mayor número de bares del mundo entero. Y eso es por algo.

La cuestión que yo me planteo es la siguiente: Admitido que los meridionales llevamos en la genética la relación interpersonal, el roce, el compartirnos nosotros mismos, el interactuar a nivel ombliguero, estrechamente, no en el ´a ver si quedamos´, si no en el ´a ver si quedamos y nos las tomamos´. Bien, vale, es casi un instinto. Pero mi pregunta es: ¿acaso no tenemos también el instinto de supervivencia? ¿Alguien se ha preguntado cual de los dos instintos es más fuerte y arraigado en nosotros? Hace poco leí un estudio de investigación serio y fiable: el porcentaje de contagio entre personas departiendo y/o comiendo o bebiendo, que bajan las elementales pautas de seguridad, es de un 64%. O sea, cada vez que compartimos riesgo alrededor de un velador estamos jugando a la ruleta rusa. Pero es que, además, lo sabemos y nos importa un sanparapapucio.

Por eso que lo de la batalla planteada por el sector hostelero-y-yo-el-primero está fundamentada sobre estrategias falsas. No es que los bares tengan la culpa de nada (solo es el lugar, no el acto) por supuesto que no son culpables. No. Es que los bares trabajan con material de riesgo, viven de manejar un producto altamente peligroso: sus clientes. Porque el peligro no está en los establecimientos en sí mismos, ni en sus terrazas y hogazas, ni en sus medidas sanitarias o lo que sean éstas, ni en sus protocolos, se cumplan o no. El peligro está en el comportamiento de su clientela. En la gente. En nosotros. En las personas que acudimos allí y nos relacionamos de la forma en que lo hacemos, como si nada de esto fuera con nosotros. Cuatro, seis o diez, junticos, desenmascarillados, riendo, gritando, comiendo y bebiendo.

Y no, no me demonicen tampoco. Lo hacemos todos, viejos, maduros, adultos, jóvenes y odiolescentes, aunque estos últimos sectores, por lógica casi natural, sea la edad más celebrada por menos cerebrada. Absolutamente todos en su justa proporción. Luego está lo otro, la otra cara de la moneda, lo anecdótico si quieren, aunque para mí no lo sea. Les pongo un ejemplo gráfico, si vuecencias me lo permiten: paso por una plaza donde un par de bares han acomodado sus servicios al ´para llevar´. Sirven a través del exterior, y los consumidores se las toman como pueden, y donde pueden, y como quieren, en un banco público de la plaza, muy junticos, apoyados en el toldo de lo que fue una terraza, dejando los cafés en la pila de mesas y sillas arrinconadas, otros tantos a pie, firme el ademán, charleteando entre ellos? De pronto, llega un equipo de swafts municipal, tris, tras, nadie se mueva cagondié. Y multan al hostelero que estaba sirviendo tras su ventana de Santa Ana por la actitud que mostraban sus clientes en la calle.

Esto es: si yo estoy sin mascarilla y sin distancia de guardar con otro prójimo, pum, se me cae el pelo, pero si sostenemos en la mano una taza, el pelo se le cae al del bar.