Despreciábamos la normalidad y ahora la deseamos, como si fuera la parte real de la vida que nos han quitado, y todo lo demás, con lo que nos hemos quedado, fuera accesorio. Como si por fin nos diéramos cuenta de que lo más valioso de un regalo es el papel que lo envuelve. Tenemos las mareas, pero queremos la espuma de los días, eso que brilla un instante para desaparecer, en un movimiento tan repetido e incesante, tan constante y natural, que dejamos de prestarle atención como a la propia respiración.

Dura tan poco como la cara de un disco que pones cuando te tomas unas copas con amigos. Apenas oyes la música, pero cuando todo se ha acabado notas que sigue haciéndote cosquillas por dentro. Es el lenguaje misterioso de la pequeña felicidad. Y nos va a reclamar con toda su fuerza en los días que vienen.

La belleza de la vida está en su densidad, pero no la de los grandes acontecimientos, sino en la acumulación de hechos conectados entre sí y acumulados como la huella que dejan las olas en la orilla: idéntica, previsible, repetida, fugaz. Pero esa densidad es, a menudo, en el paso ligero de los días, en el vivir atolondrado, imperceptible. Y solo es captada por el arte que, como decía Kundera, es la belleza de los sentimientos modestos, la belleza de la normalidad, cuando se detiene en la contemplación para señalar los hilos invisibles que sostienen cada cosa insignificante, al rescate de lo efímero.

El arte está en la vida y en la naturaleza y en nosotros. En la espalda de una madre difuminada por el sol mientras espera en la ventana. En el sonido de la lluvia esta mañana sobre el tejado. En el canto al otoño de Edna St. Vincent Millay cuando dice: «Ahora el otoño trepa por el enrejado/ y la rosa recuerda /el polvo del que nació./ La belleza no sucumbe / todo le rinde tributo / pero la rosa recuerda / el polvo del que nació». Todo rinde tributo a la belleza justo en el instante en el que desaparece y deseamos recuperarla.

Vimos otra vez la película Cuestión de tiempo y nos volvió a emocionar. Quizá de forma diferente, como si ahora comprendiéramos mejor el miedo a que la repetición se detenga, como le pasa al protagonista cuando, por un desajuste del tiempo, pierde el teléfono de su amada y siente que se rompe la cadena de los hechos, la unión entre las cosas, los trocitos insignificantes de vida cotidiana que componen la marea de la felicidad.

Creemos que siempre habrá una próxima vez, lo damos por descontado y lo olvidamos. Creemos que siempre habrá el movimiento suficiente para hacer brotar la espuma y tratamos la pequeña felicidad como se rasga la desechable belleza del papel de regalo.