Una y otra vez regreso a las notas que acompañan el Diario y Correspondencia de Max Weber a principios de 1919. Son páginas escritas desde un sentimiento de derrota y humillación, desde una especie del lugar del desastre, cuya luz hacía todavía más tenebrosa la historia, el final de la Gran Guerra, capitulación firmada por el Reich el 11 de noviembre de 1918. Era una historia imposible de imaginar y narrar, por lo cual se la deja apenas para las notas breves de los Diarios que, como Walter Benjamin avisaba, tienen la eficacia de guardar el temblor de la vida.

Para Weber, y para tantos otros compañeros de generación, la que había sido derrotada no era Alemania, sino la Razón, la Razón moderna, que se había constituido en el principio de los saberes y garantías que regulaban la relación del hombre con el mundo. Y la causa de ese fracaso no era otra que la pérdida progresiva de la tensión moral, aquella que Kant pensó como específica de lo humano y que a su vez se convertía en tutela de los fines. Las transformaciones de la sociedad industrial habían convertido la Razón en un saber técnico, inerme ante los hechos, que ya parecían más la forma de lo inexorable que el horizonte de lo posible, llámese historia o experiencia.

Para Weber, lo sabemos, sólo quedaba una salida, si se quería evitar una nueva catástrofe: refundar la Razón práctica, volver a aquella tensión moral que Kant había situado en la raíz de la experiencia humana, capaz de decidir el destino y tutelarlo. Pero esta refundación, escribe Weber, resulta ya imposible. Su alcance, sus ideas, entraban en conflicto con aquel nuevo principio de realidad que había emergido poderosísimo a lo largo del siglo XIX, que se presentaba ahora con intenciones expansionistas, por no decir universalistas, y al que Weber identificaba con el Kapitalismus. Para Weber, ésta era la gran novedad, el verdadero novum en el que se sintetizaba toda la experiencia humana, era su destino. En este sentido, la Gran Guerra podía ser entendida como una consecuencia lógica, implícita en las condiciones estructurales del proyecto moderno. Y la superación de un nuevo conflicto sólo sería posible a partir de una reorientación crítica, entendida por Max Weber como una refundación moral. Pero este proyecto crítico, lo sabía muy bien Weber, resultaba cada vez más difícil, dada la ausencia de un sujeto capaz de una nueva experiencia política. La República de Weimar hubiera podido ser el laboratorio deseado pero los acontecimientos lo dificultaron.

Ahora, al cumplirse el centenario de la muerte de Weber, ocurrida en Munich el 28 de junio de 1920, un año después de la firma de los protocolos de Versalles en junio de 1919, las lecturas de su obra y relevancia oscilan entre dos opciones que pueden interpretarse complementarias. La primera inscribe los últimos años de Weber en una constelación de ideas, próxima a la historia cultural, a las que pueden articularse obras como las Consideracionesde un apolítico de Thomas Mann, Diario que va de octubre de 1915 hasta marzo de 1918 yque puede considerarse como el documento más expresivo de la crítica a un modelo civilizatorio que subyace a las causas de la Gran Guerra. Mann recorre con inteligencia todos los escenarios del pesimismo y la imposibilidad de reconstruir un mundo que ha quedado atrás. Los teóricos de la décadence, de Schopenhauer a Nietzsche, iluminan sus diagnósticos, dibujando un final con una fuerte valoración trágica, ante la que ya no caben mediaciones ni esperanzas.

En esta misma dirección y apenas quince años tras la muerte de Max Weber, Hermann Broch escribirá La muerte de Virgilio. Escrito tras ser encarcelado en Alt-Ausse por la Gestapo, y publicado en 1945, representará otro final en el que esta vez Virgilio en las horas anteriores a su muerte, con una prosa de barroquismo delirante, invoca ante Augusto la ausencia de salvación y de la incapacidad del arte para superar las condiciones de la historia.

De Thomas Mann a Hermann Broch transcurre uno de los períodos más frenéticos de la historia alemana del siglo XX. Los últimos dos años de la vida de Max Weber ya incluyeron la premonición de algunos hechos que desde la fundación de la República de Weimar en agosto de 1919, su correspondiente Constitución, derivaron hacia una agitada vida social y política cuyo desenlace en 1933 todos conocemos.

Ante tal horizonte político Weber, que ya había hecho público su pesimismo a la hora de refundar una Razón práctica, sugiere ahora la posibilidad de reorientar el programa de las Ciencias Sociales. Los grandes cambios que se habían producido exigían otra mirada sobre los hechos y su articulación política. Súmese a ello la inmensa fascinación que la Revolución de Octubrehabía despertado, hasta el extremo, contará Walter Benjamin, de que en la Zoo-Bahnhof de Berlin estaba permanentemente expuesto el cartel que anunciaba «Keine Karte mehr für den Zug nach Moskau». El «no hay billetes para el tren a Moscú», llegó a ser un aviso desconcertante para tantos viajeros ansiosos por conocer el significado de la Revolución rusa.

En línea con la sugerida reorientación de las Ciencias Sociales, propuesta por Weber, de alguna manera podría entenderse la creación en Frankfurt del Institut für Sozialwissenschaften, de la llamada Escuela de Frankfurt que, desde su origen en 1923, orientará sus programas a los posibles nuevos campos que Weber imaginaba. Hegel, Marx, Freud serían las figuras de referencia de un nuevo pensamiento crítico que se enfrentaba a la construcción de una ´teoría crítica´ como dispositivo intelectual frente a los problemas de aquella década.

Pero de nuevo las dificultades políticas, más tarde el exilio americano. Casi podemos imaginar las largas conversaciones en las tardesde Santa Monica, transcritas por Gretel Adorno, y que terminarán de la mano de Adorno y Horkheimer componiendo en 1947 la Dialektik der Aufklärung, un texto fundamental para la comprensión del mito moderno y su crisis.

Y de nuevo Weber, lector e intérprete de la historia. Hay que crear nuevos conceptos, nuevos valores, que posiblemente ya estaban presentes en la tradición moderna, pero han sido relegados. Ottfried Höffe ha insistido en la lógica de un proceso regido por la suma de dos aspectos complementarios de la experiencia moderna: la racionalidad del actuar económico y la reducción de los componentes morales (Entmoralisierung).

Para este análisis sigue siendo fundamental su ensayo Moral als Preis der Moderne (1993). Someter el proceso global a la lógica del primado de lo económico es dejar fuera consideraciones fundamentales que hasta la fecha correspondían a la moral y a la política defender. Igualmente el primado de lo económico sobre lo político, deja a este último sin las competencias críticas y en cualquier caso sin la relevancia propia de una orientación justa de los objetivos prioritarios. Por otra parte, la reducción de los componentes morales, hace que los procesos de globalización se legitimen desde su propia lógica sin dar entrada a otros considerandos éticos que la tradición moderna había situado en su horizonte moral como algo irrenunciable, lo que para Weber resulta problemático.

Lo que está en juego es la legitimidad de los procesos económicos, sociales y políticos y los años que siguieron a la Gran Guerra fueron definitivamente un tiempo dramático y Max Weber un testigo de excepción.