Entiendo que cuando queremos tener optimista el corazón y ancho el espíritu encendemos las luces en nuestro entorno. No de otra forma hubo de ser cuando aún no existía la electricidad y eran las velas las que iluminaban el espacio. Los ricos, en sus fiestas, consumían candelabros y más candelabros. Los pobres, en su pobreza, encendían hogueras para iluminar juergas y zambras nocturnas. Las iglesias tiraban de cirios, los procesionistas de antorchas. En las casas, candelas, palmatorias, bujías, hachones y candiles daban tanta más luz a la vida cotidiana cuanto más quisieran sus dueños festejar la propia vida.

No es nueva, por tanto, la necesidad de iluminarnos cuando estamos de fiesta. Debe ser una herramienta psicológica anclada en algún importante mecanismo evolutivo la que nos impele a rodearnos de luz en abundancia para acompañar nuestros mejores momentos colectivos. En alguna forma lo entiendo. La luz referencia la vida y la obscuridad la muerte. La alegría se asocia a los espacios blancos e iluminados, ver a lo lejos da seguridad, cosa imprescindible para tiempos obscuros. A los humanos, digámoslo ya, nos gustan evolutivamente los ámbitos claros y diáfanos, quizás para comprobar que más allá no hay monstruos.

Y particularmente nos ocurre ahora en tiempos navideños. Será culpa de Darwin, pero es claro que exteriores e interiores de casas, edificios completos, fachadas de industrias, calles y ciudades enteras, rivalizan por ver cuál queda más radiante. La iluminación navideña apabulla y aturde. Y el caso es que queda bonito, habrá que reconocerlo, y que la luz nos alegra el alma y hace más hermoso el hermoso tiempo de la Navidad, y no es coña.

También es bien conocido el efecto que la luz produce en el impulso de compra. El consumo de productos en navidad está sin duda producido por la necesidad de procurarnos y procurar satisfacción (regalar es lo más antropológicamente positivo que hemos inventado los humanos), pero también este impulso está sin duda mediado por la presentación que nos hagan de los productos. Y aquí la iluminación de las tiendas, ya sabemos, juega un papel primordial.

Pero el gasto energético asociado a tanta luz también apabulla. Por algún lado he leído que el Instituto para la Diversificación y el Ahorro Energético calcula que los ayuntamientos españoles gastan cada año en alumbrado navideño más de treinta millones de kWh, lo que pasado a emisión de gases de efecto invernadero supone alrededor de diez millones de kilos de CO2. También navegando por la red encuentro que Red Eléctrica Española estima el consumo energético en Navidad en el entorno de los 40.000 megavatios diarios. En fin, aun entendiendo poco de estas cosas parecen cifras muy altas.

Supongo que niños y mayores de un país desarrollado tenemos derecho a la felicidad en navidad. Faltaba más, a pesar de la pandemia. Pero sin desmerecer lo anterior, también sería interesante que nos paráramos a pensar en esas otras cosas del consumo eléctrico desaforado.