Ha última estos días ha sido Carmen Maura. La turba totalitaria se le ha echado encima por decir que «hay mucha gente ahora mismo que no tiene ni idea de lo que pasaba en la dictadura y lo que luego pasó. A veces se habla de la Transición de una manera insultante que me pone negra». También ha disentido del discurso oficial feminista: «Creo que ya es hora de que las mujeres empecemos a relajarnos. Si seguimos con tanta reivindicación y tanta discriminación positiva vamos a empechar a todo el mundo». ¿Qué va a saber de feminismo una mujer que lleva toda una vida trabajando y ha llegado a ser una de las mejores actrices españolas? El feminismo es tuitear con el #MeToo, no trabajar y reivindicar tu espacio en la vida real. El resultado de estas declaraciones ha sido unánime entre los ofendiditos: hay que cancelar a Carmen Maura.

El Diccionario de la Cultura Pop define la cultura de la cancelación como la práctica popular de retirar el apoyo a figuras públicas tras haber realizado una declaración que se considera ofensiva. Como señala el portal norteamericano de internet Vox, es algo habitual en las redes sociales progresistas. Para entendernos, es la práctica por la que la turba lincha civilmente a alguien, hasta ese momento un personaje respetado e incluso admirado, porque sus palabras le han hecho pupita en su ego infantil a medio cocer. Carmen Maura no ha sido la primera de sus presas, en absoluto. La han precedido muchos otros, como Plácido Domingo, que ha pasado de ser una estrella lírica internacional, a un viejo verde acosador. Tampoco los reyes escapan a la violencia dialéctica de los vigías de lo políticamente correcto. El rey Juan Carlos I, que condujo al país a la democracia, es sólo un tipo que parece hacer negocios turbios con jeques al calor de Corinna. Y claro, no podemos olvidar a Woody Allen, un tipo que nos ha dejado películas como Annie Hall, pero que es reducido a la imagen de un pervertido abusador.

Porque, no nos engañemos, la cultura de la cancelación no busca la justicia. Nadie cuestiona que, si alguien ha violado a otra persona, ha robado o cometido cualquier otro acto repudiable, deba ser juzgado y castigado por ello. Pero la cancelación va más allá. En primer lugar, porque convierte en delito una opinión y, a continuación, lo eleva al nivel de aberración. Así, decir que este Gobierno es andrajoso y que no está a la altura de las circunstancias (lo que no supone reconocer, necesariamente, que otros lo estén) te convierte en un peligroso reaccionario filofascista. O, si una mujer recuerda, como hizo la escritora J. K. Rowling, que hay una palabra para denominar a las personas que menstrúan y que esa palabras es 'mujeres', le puede caer, como a ella, una catarata de insultos como 'bruja', 'puta' o 'feminazi'. Si usted osa defender la obra del director de Misterioso asesinato en Manhattan, ándese con ojo, pues puede acabar siendo simpatizante, cuando no autor mismo, de los más salvajes delitos.

En segundo lugar, la cancelación no es justicia porque ser justos significa obrar de forma que se dé a cada cual lo que merece, siempre guiados por la verdad y con ánimo de reparar el daño causado a la víctima. Y no, aquí nunca hay interés por la verdad, ni por compensar a quien ha sufrido ni, desde luego, intención de respetar la decisión de los jueces que, en su mayoría, también deben ser cancelados bajo los criterios de esta jauría totalitaria de izquierdas. Más bien, en lugar de justicia, se busca el ajusticiamiento civil del personaje, promoviendo que dejemos de ver sus películas, leer sus libros, escuchar su música y denigrando sus carreras profesionales. Es curioso que muchos de los que se dedican con entusiasmo a destruir reputaciones sean bastante mediocres. De hecho, los hay que no saben ni escribir. La generación mejor preparada de la historia, ya saben. Y es que, esta cultura de la cancelación es también otra manifestación más de la envidia y la incapacidad para prosperar de quienes la profesan.

El pueblo, que ha sustituido en sus linchamientos la luz de las antorchas por las de las pantallas de sus móviles, henchido de frustración y odio, baja a sus ídolos del pedestal al que un día los encumbró. No para recordarles su condición de humanos, sino para advertir al resto de que hay razones más allá de la razón; que por muy brillantes que sean en su campo, la corrección política está siempre por encima, como el rebaño lo está del individuo. Así que, cuidado con destacar. Todo esto, además de ser un peligroso movimiento que empieza a cebarse también con, quienes desde la izquierda, disienten del pensamiento oficial, provoca una gran ceguera en parte de la población.

No hablo sólo de quienes lideran esta cultura de la cancelación, que se privan a sí mismos de grandes placeres literarios, cinematográficos o de cualquier otro tipo por su cerrazón, sino también de aquellos que caen en sus garras, a veces involuntariamente. Numerosos profesores universitarios, medios de comunicación y editoriales impiden el acceso y difusión de obras culturales y científicas, promoviendo la muerte civil de personas que han hecho grandes contribuciones a las artes y a la ciencia. En definitiva, coartan la libertad de conocer y aprender. Y si no hay una reacción desde el espacio de la razón, a derecha e izquierda, nadie escapará de su odio. Puede que ni Maradona, después de todo.