Sí, ¡claro! Los echaremos de menos estas Navidades. De nuestros familiares más cercanos y de nuestros allegados, esos seres enigmáticos para el ministro de Sanidad, Salvador Illa, incapaz de precisar su origen y condición cual si de extraterrestres se tratara.

Pero por encima de todos nosotros hay quien tiene el derecho de arrogarse el sufrimiento de no recibirlos y de no haberlos dado.

Aquellos que se fueron en la más cruel de las soledades por culpa de esta plaga y que se cuentan por decenas de miles en nuestro país. Otros tantos que no pudieron brindarlos siquiera en el último momento, impedidos por el desesperante aislamiento preventivo de los hospitales y las residencias de ancianos.

Sirva para todos la imagen que hace unos días recorría las redes sociales de medio mundo y ante cuya contemplación es difícil mantener la entereza aún más cuando se conoce la historia detrás de ella.

La escena nos lleva a Tejas, a los pasillos del hospital Memorial de Houston el Día de Acción de Gracias. Por allí circulaba con andar frenético el médico-jefe de UCI, John Varon, 236 días sin uno de descanso entre enfermos críticos. También un anciano de unos 80 años que deambulaba solo tras haberse desconectado de los aparatos de control y dejar la cama.

Se encontraron, cruzaron sus miradas. El facultativo desde detrás de las gafas plásticas de protección y la doble mascarilla, embutido en su traje aislante; el mayor, semidesnudo, entre lágrimas que le desenfocaban la vista.

El silencio del sorprendido y el llanto del desconsolado se aproximaron y en un arrebato John abrió sus brazos y acercó hacia su pecho al abuelo que enterró en aquel achuchón el rostro mientras repetía : «Quiero irme a mi casa con mi mujer». Se estrecharon, se apretujaron.

El médico, para transmitir consuelo y calma pero también para liberar la tensión emocional que, cuenta, expresaban otros colegas y enfermeras rompiendo a llorar en medio del servicio mientras él mostraba falsamente la entereza que los demás esperan del jefe.

El viejito, para agarrarse a un ser humano en el que poder sentir la vida a través de la cadencia de la respiración y el latido del corazón. No hubo conversación porque no hizo falta. El paciente regresó a su cuarto más tranquilo para seguir librando su particular batalla contra la muerte y el facultativo volvió a su estresante jornada de guerra general contra la parca. Ambos, conectados para siempre por un abrazo.