Yo no voté la Constitución. Me quedaban muchos años para nacer cuando se abrieron los colegios electorales en España. Sí lo hicieron mis padres y mis abuelos, tan poco acostumbrados a votar por aquel entonces. La Constitución de 1978, esta que hora se empeñan en denostar desde las propias instituciones del Estado, fue la primera en nuestra historia aprobada en referéndum con un sufragio universal. Parece incomodar a buena parte de la opinión política, sobre todo los sentados en los escaños izquierdos del Parlamento (izquierdos y periféricos, como gustan llamarse) este hecho. Y entiendo perfectamente que cada generación quiera sentirse tan importante como para fundar lo nuevo sobre las cenizas de lo viejo. Sucede, sin embargo, que lo viejo no ha muerto, por más que quieran matarlo. O incluso algo mucho más trágico: que lo nuevo no está en disposición de crear algo mejor que lo ya establecido. En la continua discusión histórica de enfrentar el ayer con el hoy no seremos los primeros en errar al creer que lo moderno, lo rabiosamente novedoso, resulta encerrar una mediocridad insoportable. Despreciar y subestimar lo que heredamos es propio de las sociedades, pero llevar al extremo de querer enterrarlo entra ya en el terreno de la irresponsabilidad y la ignorancia. Nuestros mayores tuvieron menos medios, menos series que ver por las noches y menos redes sociales donde perder el tiempo, pero sospecho (a estas alturas ya es más que una simple sospecha) que disponían de un mayor sentido del deber, responsabilidad y amor a la política con mayúsculas que los que hoy se encaminan por la Carrera de San Jerónimo.

Tampoco voté la Declaración de los Derechos Humanos y por ello no se me ocurrirá despreciarla y tacharla de ´anticuada´. Ni pude acudir a las elecciones para ratificar la entrada de España en la Unión Europea o en la ONU. No estaba en el mundo. Ni siquiera en el referéndum para ingresar en la OTAN, en cuyo caso se dio uno de los mayores giros copernicanos en la historia política de nuestro país. Son todas elecciones que me he perdido por no haber nacido antes, como diría Escipión el Africano en el Senado de Roma, abroncado por otros senadores ante su osadía juvenil.

Tal vez el problema radica en el desconocimiento supino que tenemos todos de la Carta Magna. En la poda ideológica de conocimientos habida en la escuela pública, un alumno español matriculado en este año se encontrará antes en las aulas con la lectura de algún Estatuto de Autonomía que proliferan por nuestra España fragmentada que con la Constitución de 1978. Poco a poco, la ley que los españoles se dieron para convivir en paz en su futuro y en nuestro presente se está convirtiendo en un hecho marginal. La Constitución es modificada cuando las exigencias económicas lo requieren, como en aquel verano infame de 2011 en el que Zapatero la retocó con apoyo del PP, dando la espalda al consenso con el que había nacido. También parece doblarse al máximo (hasta que se rompa en dos mitades, verán ustedes) para contentar a ciertos partidos que viven de la discordia contra el resto de españoles y contra las leyes (que, curiosidades de la historia, ellos mismos votaron).

Sobre el tiempo y la urgencia de modificar nuestra Constitución con el argumento de la antigüedad los españoles estamos siendo increíblemente originales. Si observamos a nuestro entorno, averiguaremos que de los 27 países que forman la Unión Europea, 15 tienen Constituciones anteriores a la nuestra. Portugal la aprobó en 1976, Francia en 1958, Dinamarca (esa gran admirada por todos los políticos viajados) en 1953, Italia en 1947. Y esto no acaba en el siglo XX. Si seguimos mirando hacia atrás, encontraremos que Bélgica, ese paraíso de las libertades y madriguera de etarras y prófugos escribió su Carta Magna en 1831 (y hasta tienen rey).

Estados Unidos, ahora que vuelve a ser un país libre gracias a Biden, fue la pionera en esto del constitucionalismo, redactando la suya en 1788. E Inglaterra, país con muchas aristas pero al que nadie puede enseñar qué es eso del parlamentarismo, ni siquiera tiene una Constitución como tal, sino un conjunto de leyes que derivan desde el mismo siglo XVII.

En muchas ocasiones conviene observar quién hay en frente para conocer las intenciones verdaderas de los que quieren cambiar la Constitución. He leído declaraciones de muchos de los que hoy se sientan en el Consejo de Ministros sobre el texto constitucional y sus intenciones reformistas que más parecen un paso atrás o la imitación de modelos de dudoso carácter democrático. Si analizásemos qué partidos pretenden derogar nuestra Constitución del 78 tal vez nos espantaría descubrir una realidad mezquina. Que los independentistas catalanes y vascos desprecien nuestra ley más elemental es casi un halago para un país democrático como es España, pero que estos mismos marquen la agenda política e impongan futuras reformas constitucionales supone un peligro letal para nuestro futuro como sociedad. No sabemos hasta dónde están dispuestos a llegar los dos presidentes del Gobierno que se turnan en estos momentos para seguir un mes más en lo más alto de la tarta.

Por supuesto que lo que se esconde detrás de este debate (que no es sano, ojalá y lo fuese) es la figura del monarca. Entiendo y comparto que en un país democrático se debe cuestionar el modelo de Estado y la figura que lo represente, pero que personajes de la talla de Pablo Iglesias (que aspira a fundar una satrapía bajo su égida), Arnaldo Otegi, Gabriel Rufián y la demás fanfarria sean los que monopolicen el debate encierra tantos peligros como trampas. Veremos a ver hasta donde está dispuesto a llegar el PSOE, de nuevo, para disponer en un juego de manos peligroso el veneno y el antídoto al mismo tiempo. Esperemos que nunca se confunda de frasco.

La pregunta que deberíamos hacernos es cuál es la alternativa a nuestra Constitución. ¿Están en disposición los españoles de ponerse de acuerdo, como sí hicieron nuestros mayores en 1978? Hoy en día sería imposible sentar en la misma mesa a un Jordi Solé Tura y a un Manuel Fraga. Y sería imposible porque no los hay. Ni a izquierda ni a derecha encontramos políticos dispuestos a escuchar o a trabajar con la decencia de buscar un futuro mejor para el país, y no para los intereses de su partido o de su propia familia. No tenemos una Constitución perfecta y en muchos casos se muestra anticuada. Pero sí es la mejor Constitución posible en estos tiempos de tribulaciones e inestabilidad. La Constitución es el texto que nos salva del enfrentamiento al que parecemos estar condenados.

Si alguien considera que alguno de los 350 diputados que hoy banalizan nuestras instituciones están en disposición de cambiar nuestras reglas del juego dispone de una fe religiosa, casi para mover montañas.

Yo soy más escéptico. Prefiero quedarme con ese viejo libro que ha cumplido 42 años.