El fanatismo religioso tiene difícil justificación, aunque es comprensible que alguien que cree estar ungido por la predilección divina se sienta superior moralmente a otros que no comparten su fe. También el racismo provoca víctimas y tensión entre los que se creen superiores en base a variaciones genéticas que se han demostrado inexistentes o infinitesimales gracias a la decodificación del ADN. Pero lo que raya en la estupidez más rampante es creerse mejor que los demás por el hecho de haber nacido en un lugar concreto de la geografía planetaria o continental, como si eso no fuera fruto de la casualidad y carecer de relevancia alguna desde cualquier punto de vista.

El nacionalismo, en su versión más cutre y populista, es lo que viene aquejando desde hace décadas a esa considerable porción de británicos que sienten nostalgia del imperio perdido y que acabaron considerando al resto de Europa como la fuente de todos sus males. En el referéndum del 2016, unos políticos oportunistas les convencieron de que Europa estaba a punto de ser invadida por masas de musulmanes procedentes de Turquía, de que la burocracia europea les costaba 340 millones de libras semanales que podrían emplear en el NHS y que una Gran Bretaña libre de las ataduras de Bruselas volvería a ser el faro económico que alumbraría al mundo. Dentro de esa ecuación se incluía la certeza proclamada por los euroescépticos, y transmitida con entusiasmo a los electores del referendum, de que era pan comido establecer inmediatamente después de la salida un acuerdo comercial en los términos más favorables para Reino Unido. Y en esas estamos cuando ya se han cumplido cuatro años y medio de la decisión británica de salir de la Unión y falta apenas un mes para saber si habrá o no habrá un acuerdo comercial a día 1 de enero de 2021.

Una muestra palpable de la estupidez nacionalista es el orgullo con que los británicos presumían de la potencia de su talento científico y de su industria farmacéutica que iba a ser avalada por el lanzamiento de la primera vacuna contra el Covid 19. A la hora de la verdad, después de tanta fanfarria, ha sido una empresa alemana fundada por dos hijos de emigrantes turcos, ayudada por un gigante de la industria norteamericana, la que se ha llevado el gato al agua de ser los primeros en poner una vacuna segura y efectiva contra el Covid en el mercado. Por el contrario, la vacuna británica, desarrollada por la Universidad de Oxford en colaboración con AstraZaneca, ha sufrido un revés lamentable que le obliga a alargar considerablemente el proceso de revisión de resultados para conseguir las aprobaciones necesarias para llegar al mercado. Lo que habla claramente del descaro del Boris y sus acólitos nacionalistas, y también de su habilidad para manipular a la opinión pública, es que han disfrazado sus vergüenzas apurando los plazos para aprobar la vacuna alemana y presumiendo de que ello ha sido posible gracias a la independencia regulatoria ganada gracias a que han retomado el control de su destino por el Brexit.

Este última afirmación, inmediatamente desmentida por la Unión Europea por su falsedad manifiesta (los países de la Unión tienen la posibilidad de aprobar medicamentos de forma autónoma si lo juzgan necesario, como ya sucedió hace unos días en Hungría con la vacuna rusa), es una muestra rampante del patético camino al que está abocado el nacional populismo británico en un futuro previsible: intentar demostrar cada día y por cualquier nimio motivo, que su decisión de abandonar la Unión Europea les reporta múltiples y cuantiosos beneficios, políticos y económicos.

La realidad, para bien o para mal, será mucho más confusa y difusa. La reivindicación independentista del Reino Unido, y su decisión de ir por libre en un mundo cada vez más globalizado, no les llevará a ningún éxito resaltable, ni tampoco a ningún desastre evidente. Lo más previsible es que un país desarrollado, con instituciones sólidas y muy dinámico económica y comercialmente, se adapte, no sin ciertos traumas y dificultades, a su nueva realidad. Algunos sectores económicos perderán y otros ganarán. Los perdedores serán aquellos que se beneficiaban del tamaño del mercado único y de su cercanía, como es el caso de la industria. También los consumidores británicos, que habrán de pagar más caros los productos que no producen sus compatriotas. Los ganadores serán, evidentemente, los de siempre: los ricos y el sector financiero implantado físicamente en la City de Londres, que cada vez contará con más ramificaciones globales, incluida la Unión Europea. Afortunadamente para los traders y brokers londinenses, el dinero no tiene patria ni entiende de fanatismos nacionalistas.

Por lo demás, los políticos que fueron partidarios de la salida, seguirán enfatizando a cada paso, sea verdad o mentira, los éxitos y minimizando los fracasos. Como la permanencia en la Unión, y más el regreso a ella, carece actualmente de defensores en el Reino Unido, lo más probable es que los británicos (sobre todo los pensionistas racistas y xenófobos de las pequeñas ciudades del interior de las islas) se sentirán contentos de su decisión y en ningún caso se arrepentirán de ella. Los laboristas, que apoyaron en la era Corbyn con la boca pequeña la permanencia (su actitud fue el factor más relevante para el inesperado final), no se sienten motivados, y es comprensible, para retomar un tema que resulta tan divisivo y políticamente transversal.

Habrán de pasar muchas décadas, e incluso siglos, para que la Historia dictamine definitivamente el acierto o el error del abandono de la Unión Europea por parte del Reino Unido. Por el momento, a los que nos hemos quedado en ella nos va francamente bien sin el miembro más díscolo de la Unión. Su ausencia ha provocado mucha mayor cohesión y un mayor peso de los federalistas. Los Fondos mutualizados recientemente aprobados bajo el impulso de Francia y Alemania, y un énfasis cada vez mayor en la autonomía estratégica europea, son manifestaciones palpables de que estamos en el camino de una mayor integración. A veces no hay nada mejor que echar por la borda el peso muerto para adquirir la velocidad necesaria para avanzar.