En mayo de 1960, un grupo especial del Mosad, el servicio secreto israelí, raptó a Ricardo Klement, un trabajador de la fábrica de Mercedes que vivía a las afueras de Buenos Aires. Durante veinte días, sus captores lo ocultaron en una casa de la ciudad, hasta que pudieron tomar un vuelo comercial hacia Tel Aviv, habiéndole inyectado un tranquilizante y rociado su ropa de whisky para simular una noche de juerga. Tras largas horas de avión, la operación Garibaldi se dio por concluida. A la llegada al aeropuerto el mundo supo que detrás de la falsa identidad de Ricardo Klement se escondía Adolf Eichmann, uno de los colaboradores nazis más buscados por su participación en la Solución Final. Es decir, en la muerte de seis millones de judíos.

Por aquel entonces, Hannah Arendt ya se había convertido en una de las filósofas más brillantes de Estados Unidos. Siendo ella misma judía, había escapado de Alemania en 1933, al poco de llegar Hitler al poder y había sufrido en sus carnes la experiencia de ser recluida en un campo de concentración en Francia, del que logró escapar y poner rumbo a Nueva York. Cuando saltó la noticia del arresto de Eichmann, no dudó un instante y viajó a Jerusalén para cubrir el juicio escribiendo en The New Yorker. La mujer que había dedicado su vida a desnudar el totalitarismo no podía quedarse lejos del juicio del último gran nazi que quedaba vivo.

Y lo que Hannah Arendt hizo en Jerusalén fue mucho más que una crónica periodística. Aunque sesenta años después el fruto intelectual de aquella experiencia, Eichmann en Jerusalén, sea aún una de las obras más malinterpretadas y poco leídas, sus páginas nos recuerdan la necesidad de preguntarse siempre ante cualquier circunstancia, en aras de encontrar la verdad. Arendt escribió un testimonio incómodo que muchos criticaron ante la impresión de los acontecimientos. Seis millones de judíos, un tercio de la población judía mundial, había sido exterminada en cámaras de gas y fosas comunes cuya tierra aún estaba fresca, pero la filósofa alemana fue a Jerusalén en busca de respuestas y no de (las) verdades asumidas.

El primer cuestionamiento de Arendt acerca del juicio fue el método de captura, a todas luces ilegal desde el punto de vista jurídico. Pero Eichmann no existía. Había sido dado por muerto y por eso había escapado de los juicios de Nuremberg. Israel había atrapado a un fantasma, una especie de apátrida. ¿Por qué no denunciar el paradero del oficial nazi y pedir la extradición a Argentina? Israel en este sentido fue práctico. Argentina (y conviene no olvidarlo) se había negado a colaborar con la extradición de personajes de la talla de Josef Menguele, el médico de Auschwitz famoso por inyectar gasolina en los cuerpos de recién nacidos, y ocultaba a decenas de nazis. El rapto de Eichmann se convirtió en una razón de Estado. Una cuenta pendiente con la historia de los asesinados.

Pero Arendt va más allá del procedimiento y se pregunta también quién debe juzgar a Eichmann. Sus posibles delitos fueron cometidos en Europa, no en Israel, un Estado que ni existía cuando se llevó a cabo el Holocausto. ¿Acaso tenía derecho Israel a juzgarlo? Y la filósofa en este punto se pega al Derecho, obsesionada por hacer cumplir las leyes que rigen a los hombres. En Nuremberg se había juzgado a la cúpula nazi que había sobrevivido a la guerra y no se había escapado. Se condenó el asesinato indiscriminado que supuso la barbarie nazi, en todos los puntos de Europa, pero los judíos, que se llevaron la peor parte, no tuvieron representación en el jurado. Fueron meros observadores ¿Acaso la víctima debe ser parte del juicio? El jurado, formado por fiscales y jueces americanos, rusos, ingleses y franceses impartió justicia e intentó cerrar las heridas de la impunidad de una guerra atroz, la peor de todas. ¿Pero acaso el asesinato del pueblo judío se podía equiparar al de los demás?

Y en esto defiende Arendt que lo que sucedió en Jerusalén era novedoso en la historia. Se estaba aplicando por primera vez el delito contra la humanidad. La Solución Final no pretendía simplemente el asesinato de un pueblo, como se ha producido en el devenir de las guerras, sino hacer desaparecer de forma organizada, industrial y calculada a toda una raza de la faz de la tierra, algo que Nuremberg, en sus propias palabras, no terminó de formular.

Pero es, sin duda, con la figura de Eichmann con la que Arendt levantó más polémica. La filósofa escuchó sus declaraciones, investigó en los archivos e indagó en los testimonios presentados por la defensa y la acusación. Y llegó a una conclusión estremecedora: que el mal no es diabólico. Arendt demostró que alguien que participa de la destrucción de seis millones de vidas humanas no necesita ser un monstruo ni un psicópata. Con el concepto de banalidad del mal se demuestra que las circunstancias de un hombre gris, perfectamente normal, como usted y como yo, pueden desencadenar también las peores atrocidades. El propio Eichmann se defendió aludiendo a su ignorancia supina de los hechos. Él se encargaba de organizar los trenes que iban y venían por una Europa llena de humo de gas venenoso. Al ser preguntado por los jueces, el acusado afirmaba que él cumplía órdenes, estrictos mandatos de un buen empleado, como ese personaje de Chaplin de Tiempos modernos que dedica sus horas del día a apretar tuercas en una fábrica.

Por otra parte, Eichmann deslizó una verdad muy incómoda, y mucho más al ser pronunciada en Jerusalén. Lo apunta Arendt y por esto también se llevó las críticas más severas, al afirmar que en muchas casos fueron los propios judíos los que posibilitaron el Holocausto. Recoge la filósofa un testimonio sobrecogedor de un superviviente del ghetto de Cracovia y Auschwitz que reconoció que desde los muros de la ciudad hasta el momento en que se cierra la cámara de gas, muchos judíos apenas veían alemanes por el camino. La mayoría de los verdugos eran también judíos. ¿Pero acaso tuvieron elección?

Muchos años después, Hannah Arendt no ha dejado de estar en los escaparates de las librerías. Sin embargo, su obra más polémica, Eichmann en Jerusalén, sigue sin ser leída, lo que no le priva de ser comentada con desacierto. Arendt no es una judía que traicione a su pueblo ni a la historia. Al revés, la llena de luz. Pero incluso es absurdo determinar que Arendt defienda a Eichmann. Su ejercicio intelectual es honesto, sin dejarse llevar por el sentimentalismo.

Buscar y analizar las causas no implica en ningún caso justificar al culpable. Hacer el sano ejercicio de investigar los hechos que llevaron a seis millones de personas a ser asesinadas, diseccionar con el bisturí del pensamiento el proceso de la muerte en Europa durante el nazismo no significa ocultar la verdad. Todo lo contrario. Escuchar cómo Eichmann dice ver la realidad, su razón de lo sucedido, su relato interesado, como el de todos, no implica bajo ningún concepto asumirlo como verdadero ni disculpar los hechos. Hannah Arendt tuvo que escuchar a Eichmann para que todos entendiésemos que el mal existe en cada uno de nosotros, como seres humanos normales. No necesita ir vestido de demonio para hacer las cosas que hace el demonio.