Parece una contradicción en términos, pero haberlos, constitucionalistas antisistema, los hay, al menos en la Región de Murcia. El Gobierno del PP, sin ir más lejos. El presidente, Fernando López Miras, ha asegurado que, de una u otra manera, se va a saltar la llamada Ley Celaá. Ha encomendado a los servicios jurídicos de la Comunidad un estudio para tratar de encontrar los resquicios por los que esquivar en la Región el espíritu y la letra de la nueva legislación sobre educación. Es decir, el representante del Estado en la Comunidad murciana pretende desacatar una Ley del Estado que está obligado a cumplir.

¿Es López Miras un constitucionalista o un antisistema? ¿Qué diferencia hay entre Puigdemont, quien desde el Parlamento de Cataluña, es decir, desde el espacio legislativo, se rebeló contra las leyes del Estado que configuran la propia autonomía catalana, y la declaración de López Miras acerca de que en Murcia, desde el recurso truculento que le proporcione su propio gabinete jurídico, no se aplicará una Ley aprobada por mayoría del Parlamento de la nación? Aunque el presidente ni siquiera lo sepa, tal vez porque no haya tenido tiempo para reflexionar sobre el asunto, proclamarse desde un Gobierno autonómico contra una Ley estatal significa situarse frente al sistema político vigente regido por una Constitución que en estas fechas celebramos.

Vayamos por partes, dijo el carnicero. Claro que se puede discrepar sobre el contenido de una Ley, faltaría más. Y en cuanto a ésta, tal vez con más razón, porque la experiencia indica que las leyes educativas que no alcanzan un amplio consenso ideológico nacen muertas. Es lógico que el PP abomine de la Ley Celaá, pues no ha contribuido a ella con su voto. Y está en su derecho de denunciar aquello que no comparte. Pero en una democracia, los partidos de la oposición sólo tienen dos vías para intentar derogar las leyes que les incomodan. Una, recurrir al Tribunal Constitucional por si acaso la Ley en cuestión no se atuviera a la norma superior, establecida en la Constitución, que de manera genérica o explícita establece el marco en que debe de desarrolarse la normativa sobre la convivencia social. Otra, criticar la Ley que provoca la disidencia y convencer a una mayoría de ciudadanos para que en las próximas elecciones otorguen la confianza al partido discrepante y éste, desde una nueva mayoría, pueda reformar la ley que le disgusta. Mientras tanto, hay que acatar las Leyes, las que gustan y las que no. La legislación estatal no es un servicio a la carta en el que se elige a discreción lo que conviene cumplir y lo que puede saltarse a la torera.

Por la misma razón, los ciudadanos de la Región de Murcia podríamos distinguir de entre las leyes autonómicas aprobadas por la mayoría del Gobierno de López Miras aquéllas que más simpáticas nos resultan y las que no nos convienen por unas u otras circunstancias. La pedagogía del Gobierno regional nos induce a saltarnos las leyes, ya que el propio presidente hace público su voluntad de hacerlo. También a Puigdemont se le enfrentaba a la misma lógica: si consideraba legítimo desdeñar las leyes estatales ¿cómo podría después, en caso de lograr sus objetivos, obtener legitimidad para que se cumplieran las de su propia república?

El constitucionalismo tiene una virtud, y es que admite a los antisistema: se puede discrepar de la Constitución incluso desde la representatividad democrática que ella misma permite.

Pero los antisistema se distinguen por separarse de la Constitución; es su signo de identidad. De manera que si no se acatan las Leyes que el sistema constitucional genera no se puede presumir de constitucionalista. Esto es aceptable en grupos y movimientos políticos y sociales ajenos a la responsabilidad gubernamental, pero impropio de quienes, aunque gobiernen en las autonomías en coaliciones distintas a las que conforman el Gobierno central, se legitiman en el sistema constitucionalista.

Aquí es donde López Miras se pone en un brete: si no está dispuesto a aceptar las Leyes aprobadas en el Parlamento de España, cuya bandera luce en su muñeca y, a veces, en sus calcetines (se desconoce si en otras prendas que no están a la vista), en una ostentación sobredimensionada de nacionalismo estatal formal, se coloca fuera del sistema político constitucional, tal como hacen con frecuencia los independentistas a los que tanto se critica, generalmente con razón, desde su propia fuerza política. Lo que resulta paradójico es que se utilicen los esquemas teóricos de la razón independentista para, en otros confines, coincidir con ella en la rebelión frente a las decisiones parlamentarias estatales. Se dirá que son cosas de diferente naturaleza: no es lo mismo, claro, disentir del Gobierno para liquidar la estructura actual del Estado que hacerlo para burlar sus leyes sectoriales, pero en el fondo una y otra actitud confluyen en la misma deslegitimación de la autoridad parlamentaria, es decir, democrática.

Disentir es una cosa; rebelarse es otra. Pero si el disentimiento se empareja a la rebelión (es decir, al no acatamiento de las leyes) una y otra cosa son la misma, pues coinciden en la desautorización de la autoridad del Estado aun cuando ésta se transmita a través de leyes aprobadas por una mayoría parlamentaria democrática cuya composición no nos guste.

Es verdad que lo de López Miras respecto a la Ley Celaá podemos verlo como la prolongación de la consigna de su líder nacional, Pablo Casado, que es quien ha anunciado que las Comunidades autónomas regidas por el PP serán insumisas a la nueva normativa sobre educación. Aquí vemos a Casado como alumno del catalán Torra, sin que ni siquiera se dé cuenta. En este sentido, el presidente murciano no sería más que una marioneta que ejecutara una consigna nacional, y podríamos elevar nuestro pasmo ante el hecho de que la dirección estatal de los populares abrazara la posición antisistema por la imposibilidad de influir democráticamente en las decisiones parlamentarias.

Pero en favor de López Miras, en este sentido, hay que admitir que el registro de su posición es anterior a las declaraciones de Casado, de modo que el presidente murciano parecía estar decidido a la sedición antes de que le llegara el mandato desde la sede central de Génova. Es más: hasta podría presumir de que Casado se ha mimetizado en Torra gracias a que él adelantó el discurso de la rebelión, consistente en que era posible burlar desde las autonomías gobernadas por el PP la regulación educativa aprobada por el Parlamento nacional.

Y es que López Miras necesita como el comer el apoyo de sectores de amplio espectro social toda vez que la franja del Mar Menor se le va de las manos en favor de Vox o que la hostelería no puede ser domada al completo con la ayuda de su correa de transmisión, CROEM, que hace todo lo imposible por embridar las protestas en una franja de la actividad económica que está siendo evidentemente entretenida con el recurso del asno y la zanahoria: las ayudas de compensación que nunca llegan o lo hacen tarde y mal.

La Ley Celaá se le ha revelado de pronto al presidente murciano como un pretexto concedido involuntariamente por el Gobierno central para activar un discurso con el que solapar sus responsabilidades políticas concretas en otros ámbitos y para convertirse en el adalid de la ´libertad educativa´, obviando que la función principal de un gobernante elegido democráticamente es cuidar de lo público, en este caso de la educación pública, para la que en su trayectoria no ha tenido palabras. Ni tres ni dos ni una. Es lógico, por tanto, que la Ley Celaá, como ya advertí aquí, se convierta en el eje de su programa, por el alcance electoral que prevé en ese ámbito de la actividad económica subvencionada, pero lo que nadie podía intuir es que, en vez de desarrollar un relato crítico legítimo se lanzara a un activismo antisistema desde el propio Gobierno, es decir, a promover un modo de rebelión contra una Ley estatal rebuscando intersicios legales desde los servicios jurídicos de su Gobierno, cuando éstos deberían estar justamente para garantizar el cumplimiento de las leyes.

Lo que López Miras ha anunciado es que los dichos servicios jurídicos buscarán la manera de burlar la Ley, ya que a él no le gusta, algo así como el que ingenia trampas en la declaración de Hacienda, con la diferencia de que esto sería responsabilidad de un individuo y lo que promueve el presidente de la Comunidad autónoma de la Región de Murcia es burlar al Estado de manera pública y evidente. Con tales constitucionalistas no necesitaríamos antisistema.

No es algo nuevo. Ya durante la fase del confinamiento López Miras utilizó (es decir, aprovechó) la fórmula del decreto-ley para impulsar la reforma de leyes autonómicas desreguladoras sobre el medio ambiente, que en nada se justificaban por la pandemia, para contraponerlas a las de ámbito estatal, incluso las que estaban vigentes durante el mandato de Rajoy. De lo que puede deducirse que un Gobierno constitucionalista, como del que presume el PP en Murcia, es en la práctica más bien antisistema, pues ejerce en lo autonómico una proclamada política sediciosa frente a la legislación estatal.