Los últimos cinco años habían pasado veloces como el olvido. Al estudio del viejo pintor ya no acudía la alegre compañía de antaño, ni eran tan frecuentes las visitas de críticos, había desaparecido la mayoría de los compradores interesados en sus cuadros. Ya no venían otros artistas. Ni ruido de pasos, ni música ni conversaciones animadas. En su lugar, la estancia se había llenado de rostros desconocidos, gente molesta que asegura conocer al artista de tiempo atrás y hablaba en voz baja; pero, que le mataran sin mentía, el anciano jamás los había visto, o al menos, no era capaz de reconocerlos. Cruzaban la puerta con total soltura y tranquilidad, como si todos tuvieran la llave y aquella fuera en realidad su propia casa, se sentaban junto a él o miraban sus cuadros y el gran espejo colocado en la pared que utilizaba para llevar a cabo sus autorretratos desde que los médicos determinaron que era mejor para él no salir a espacios abiertos sin ayuda.

«¿Cómo se encuentra, maestro?», era la fórmula habitual para empezar una conversación que empleaban aquellos visitantes, seguida de un «¿Me recuerda usted?». Pero no había respuesta, o era siempre negativa. No hacía tanto tiempo que el estudio se transformó en una especie de isla del náufrago rodeada de un mar oscuro y tenebroso, algo así como si la ciudad entera hubiera desaparecido engullida por un agujero negro en expansión y aquel estudio fuera el último refugio que, por el momento, aguantaba en pie sus acometidas. Pero sus días estaban contados. Como si hubiera bebido el agua de la Estigia, todo se disgregaba a su alrededor, los colores se fundían entre sí y las palabras se disolvían volviendo al tintero de donde habían salido un día. Aún así, el viejo se aferraba a los pinceles y con laboriosa dedicación, con los últimos restos de disciplina que le quedaban, se había situado frente al espejo a diario y durante los últimos años había ido reproduciendo los rasgos que el reflejo le devolvía.

El gesto puro y diáfano, la mirada limpia, la barba cuidada de los primeros retratos había ido cayendo un progresivo ensimismamiento, en un olvido de sí, en una profunda ausencia. Los ojos se hundían en la cara y materializaban la imagen misma del miedo, de la tristeza y de la desconfianza frente a aquel desconocido que le miraba atónito desde el espejo.

¿Quién sería aquel hombre? En retratos sucesivos, aún más aterradores para él, los ojos desaparecían y se convertían en simples pinceladas trazadas de manera difusa, confundidas con otras líneas de expresión, débiles y a la fuga. Nariz, ojos y boca se deshacían como un remolino en las aguas mientras la variedad cromática desaparecía. Finalmente, incluso el extraño que le miraba desde el espejo, el rostro de aquel desconocido que salía desde el vidrio como si fuera un fantasma, también él, espectro o demonio, había desaparecido engullido por la corriente que provocaban aquellos dos animales marinos que nadaban en las aguas de los océanos primordiales, aquellos asesinos de la memoria, que eran el tiempo y el olvido.

Las fuerzas del artista habían alcanzado su límite final, quedaron agotadas con la ejecución del último autorretrato de la serie; apenas un contorno sin rostro ni rasgos, como la sombra de un difunto del Hades que hubiera cruzado la célebre laguna abandonando en la orilla identidad y recuerdos de una vida que se disgregaba, como los granos de arena batidos por las olas del mar, en un movimiento pendular eternamente repetido. La pintura que cerraba el ciclo estaba dominada por un color gris, con unos toscos trazos negros, que trabajosamente enmarcaban los últimos contornos visibles del rostro.

En el rincón inferior izquierdo unos garabatos toscos, mal trazados, inacabados, mostraban el intento frustrado de haber escrito el nombre del artista; un nombre que resonó por última vez en el cerebro del viejo pintor, como el susurro débil de un moribundo, expirando antes de llegar a los cansados dedos que sostenían el pincel, aquel pincel que pertenecía a un artista sin rostro ni nombre.