Las presidenciales de 1981 enfrentaron en Francia al vigente Valéry Giscard d´Estaing y al aspirante François Mitterrand. Incluso los enemigos viscerales de admitir la degradación de los estadistas, hemos de reconocer que ningún enfrentamiento posterior europeo ha medido a dos candidatos de semejante talla. Tampoco en Francia, donde Chirac ejerce de parodia pantuflesca del presidente ahora fallecido, mientras que Hollande leía tantos periódicos como libros devoraba su predecesor socialista.

La corrosión de la estatura política se mide en centímetros literales en el salto de Giscard a un Macron jupiterino, que discursea para surfear la estela de su predecesor ahora fallecido. Los grandes estadistas no poseían solo virtudes hipertrofiadas, también su crímenes estaban a la altura de la dimensión sobrenatural que alcanzaron. Mitterrand tolera el hundimiento con muerto del Rainbow Warrior de Greenpeace, y los escoliastas han de decidir en qué párrafo de la biografía de Giscard se abordan los diamantes que le obsequió el centroafricano Bokassa. De emperador a emperador, el francés pagó las piedras a precio de Elíseo.

Giscard no solo borra las reticencias germanófobas para reconquistar Europa, su plan incluía conquistar a todas las europeas. En su otoño, sorprendió al mundo anunciando los coqueteos de Lady Di con la intención de seducirle, una bravata difícil de verificar porque la princesa del pueblo estaba convenientemente muerta.

Giscard no fue populista sino elitista, pero ejerció la superioridad que era el primero en concederse para propiciar cambios entonces trascendentales.

En 1974 seleccionó a la primera mujer en un gabinete francés, y no tuvo reparos en ofrecer ese cargo a la socialista y feminista Françoise Giroud, una periodista extraordinaria que jamás se calló una opinión altisonante.

Cabría felicitar a Giscard por la nueva Europa, salvo que es una obra inacabada y tal vez en descomposición.