La diferencia entre este Gobierno y otros que hemos padecido es que a los anteriores no los vimos venir. Este lleva un año y ya lo sabemos todo de él, excepto sus límites, hasta dónde va a ser capaz de llegar. El Gobierno de Felipe González fue degradándose lentamente hasta una explosión final que fue más aparatosa que grave, según se ha visto con el tiempo. Incluso sus peores errores se vieron amortiguados por algo que hoy brilla por su ausencia: la indignación moral que despertaron, fundamentalmente en la izquierda. No importa el tamaño de la mancha de un Gobierno si la contestación de aquellos a quienes representa desnuda con su autoridad moral a los culpables. Crecimos en ese canto de resistencia, ya teñido de premonitoria melancolía, como si quienes levantaban la voz supieran que no habría recompensa, que los dados rodaban en una timba amañada, pero todavía capaz de alumbrar un camino diferente. Quizá fue la última vez que palabras como libertad, dignidad o lucha iban a sonar como si significaran algo. Resistían en nombre de algo que venía de antiguo, de los relatos que el cine, los libros o los periódicos habían contado sobre todas las derrotas que en la historia ha sufrido la verdad en manos del poder. Quizá sus ilusiones ya estaban a punto de agotarse, pero lo disimulaban. Cualquiera con un poco de experiencia sabía que iban a perder otra vez, pero no importaba porque no se pierde si se pasa el testigo.

Nada de esto ocurre hoy. Si estoy en lo cierto ha habido un cambio en los últimos años que ha disparado el tiempo hacia delante hasta situarnos en un mundo diferente, extraño, odioso. Los nuevos líderes políticos habitan al margen del tiempo, en un presente tan permanente como olvidable, aquel en el que emerge el poder puro. Pretenden que sus actos no tengan causas ni consecuencias. El ayer no existe. ¿Qué límites de lo imaginable se han traspasado? se pregunta la filósofa Carolin Emcke. La idea de coherencia les repugna. No se sienten comprometidos con nada, ni siquiera con ellos mismos. Para el líder político «todo puede romperse, invertirse, negarse en cualquier momento; lo que antes dio por válido pierde su validez más allá del instante. Cada palabra puede perder en cualquier momento su significado previo si le conviene. El lenguaje como condición y posibilidad de entendimiento se ha hecho añicos».

Y he aquí lo que produce un desamparo terrible: el responsable no es solo el líder, sino también el acompañamiento mediático que ha normalizado esta perversión comunicativa al servicio de un relativismo nihilista que no reconoce ninguna norma.

Ella habla de Estados Unidos. A mí me suena muy cercano.