Me voy a atrever con algo que, le tengo tanto respeto, que vengo demorándolo durante meses. Sin embargo, me veo en la obligación de ser responsable con lo que pienso, digo y escribo. No puedo, no debo, dejar sin respuesta las preguntas que yo mismo he motivado en otras personas, porque, si no, sería como al que interpelaba aquella vieja canción de «Manolete, ¿si no sabes torear p´a qué te metes?» que recordarán los más mayores. Bien, pues resulta que voy teniendo comentarios, preguntas, interpelaciones, a mi librico último de Cosmogénesis, de muy variadas instancias. Pero hay un punto que me reiteran de vez en cuando, y al que siempre he obviado y dejado sin contestación: a ver, me dicen, queda medianamente claro la relación entre Dios, creador y creación, vale, pero, en esa cosmografía tuya, ¿dónde queda Jesucristo? ¿dónde encaja su figura y su mensaje dentro de tu ensayo? Así que ya no puedo evadir ni dilatar más mi respuesta, y habré de ser consecuente. Ya no sirve ningún silencio.

Si ese Jesús, nazareno hijo de carpintero, me preguntase a mí, como preguntó a Pedro, lo de «¿tú quién dices que soy yo?» le hubiera contestado casi que lo mismo: Hijo del Hombre e Hijo de Dios. Y casi que por ese mismo orden, aunque solo fuera por aparición en escena en el teatro del mundo. Jesús, por afiliación humana, Cristo por afiliación divina. Y que asumió la tremenda responsabilidad de nacer entre nosotros de la forma más humilde, de la manera menos destacada posible, solo para decirnos, y demostrarnos, que todos somos igual que Él en el Padre, y, por lo tanto, hermanos suyos y tan hijos de Dios como él mismo. Nada más y nada menos. Ni Mesías ni liberador de nada que no sea de nuestros propios yugos y cadenas, tanto impuestos como autoimpuestos. Y ese mensaje es tremendamente provocador porque libera de las leyes y tradiciones que sobrecargan la vida humana. Una persona más cercana a Dios que los propios sacerdotes, más justo que los propios jueces, más libre que los propios profetas, más ético que los propios moralistas, y más transformador que los propios revolucionarios, molestaba a todos ellos, y solo pudo terminar con su muerte. Lo que pasa es que la asumió para demostrarnos igualmente que la muerte no existe como tal para los hijos de Dios, que esa es otra (no hablo aquí de la parafernalia semanasantera de la resurrección, si no del nacimiento a otra existencia superior que abarca esta misma existencia). Simplemente, nos abrió a una dimensión que ni nos podíamos imaginar.

Pero no quiero meterme en doctrinas ningunas. Casi todos los investigadores, aún los excátedra, atribuyen a Jesús, el Cristo, casi por unanimidad, que el eje de su mensaje se encierra en el Padre Nuestro, dicho con sus propias palabras: Nuestro padre, no solo el suyo; nuestro pan, no el suyo solo; nuestro Reino, no su Reino; nuestro perdón, no su perdón. Su oración no habla de iglesias ni de ritos ni de normas ni de dogmas. Habla de acercar el Reino del Padre al reino del hombre, uniéndonos voluntariamente a su plan de pan, justicia y perdón para todos, empezando por los más débiles. Habla de un mundo bueno y nuevo. Un mundo, por cierto, que más de 2000 años después ni es bueno y sigue siendo tan viejo como aquél. Y es que, reconozcámoslo, ya lo dijo San Juan en su evangelio: «Vino a los suyos, pero los suyos no lo reconocieron» Ni a Él ni a su mensaje. Y hablando de Evangelios, que, aún encerrando un tesoro, están adaptados para justificar una religión de la que el Cristo no hizo mención alguna, existe uno, escrito 150 años antes que los canónicos y por tanto no reconocido, atribuido a Tomás, que no renuncio a citar aquí para ustedes en el párrafo que dice: «Yo soy la luz que está sobre todas las cosas: el universo salió de mí, y el universo vuelve hacia mí. Todo salió de mí y todo vuelve a mí. Partid un leño, y me encontraréis dentro de él. Levantad una piedra, y allí me encontraréis. Pues estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». No debería resultar extraño esto, teniendo en cuenta que en la iglesia primitiva corría el dicho: «El Espíritu duerme en la piedra, sueña en la flor, despierta en los animales, y sabe que está despierto (es consciente de sí) en el ser humano». Pura evolución. Por cierto y porque viene a cuento: Espíritu en arameo es ruah, y ruah es femenino, como femenino es la energía, la fuerza y la materia transformantes. Dios no es masculino, es ambas cosas a la vez, nos guste o no reconocerlo.

Ese es el Jesús, hecho Cristo, en el que yo creo. Pura cosmología, aunque nosotros solo nos fijemos en la simbología, y ni eso siquiera. ¡Alto ahí!, dirá algún avisado que se dé cuenta que en este evangelio primigenio se hable del fin del mundo. Cierto. Pero el sentido de ese fin no es el del final y punto, del fin-se acabó. No. Es el de fin-alidad. La finalidad de este mundo es transformarse en otro mejor, si no lo destruímos nosotros antes. Su finalidad es que el Reino de Dios se instale y asuma nuestro reino del hombre, y para eso no puede acabar, si no cambiar, mejorar, y en eso deberíamos estar. Y no hay más catecismo que esta filosofía de vida.

No sé si habré sabido cumplir el encargo y las demandas recibidas. O si habré cumplido las expectativas de los que me preguntaban. Lo ignoro. Pero sí quiero decirles que he sido completamente sincero y honesto en mi planteamiento. Así lo veo porque así lo siento, y si así lo siento así mismo debo decirlo y escribirlo.