El mundo está cambiando constantemente: desde el Medio Ambiente a las ideas, desde la forma de interpretar la universalización de los servicios a la manera de relacionarse; pero también cambia y evoluciona la ciencia, la educación, la tecnología, las comunicaciones, y así una larga lista de asuntos que relacionan al ser humano con el entorno en el que vive, cada vez más grande, sin duda, con todas las contradicciones que ello conlleva al mismo tiempo.

Pero si bien es cierto que los valores humanos no están ajenos a esta evolución y que se gestionan de forma distinta según nuestra cultura y tiempo histórico, hay una sustancia que los sostiene (o así debiera ser) invariablemente para que aquellos puedan justificarse éticamente: podrá cambiar el modo de ser expresada, de macerarla e, incluso, de aplicarla a través de las nuevas tecnologías y medios que hacen más fácil el ejercicio de dichos valores, pero nunca debiera formar parte de una adulteración que justifique y amolde más fácilmente los planteamientos interesados para sostener ideas, planteamientos políticos, y hasta estatutos de organizaciones sociales en el marco de la nueva tecnocracia, acomodaticia.

La sustancia de los valores éticos en el marco de la solidaridad se sostendrá con el compromiso que de la misma hagamos, y no cabe la menor duda que el voluntariado es uno de ellos.

Pero éste no puede ser, como se pretende, incluso a través de las nuevas leyes que lo legitiman, un modelo arrítmico ajeno a los intereses del corazón, y aunque haya sido estudiado el modo de responder a las necesidades sociales, incluso aunque lo fuera de forma científica, el resultado final será un híbrido sustentado sobre un mercantilismo pujante que no estará basado en el convencimiento que de nuestro trabajo voluntario hagamos, sino del que obtengamos a través de los créditos de reconocimiento laboral o estudiantil por llevar a cabo una labor de la que, por otro lado, posiblemente, no creamos realmente.

El pragmatismo de las instituciones y entidades que comparten este modo de entender el voluntariado, obtienen o, mejor dicho, pueden obtener sus réditos para alcanzar los objetivos que persiguen: una mayor implicación para cubrir las necesidades de quienes son destinatarios de la acción social, pero tal vez, también, no por eso se gestionen mayores logros de cambio personal y, por tanto, en el tiempo, de cambio comunitario, olvidándonos en el futuro de dicho compromiso porque solo sentimos un modo vehicular de alcanzar nuestras metas personales, de nosotros mismos.

Por ello, el voluntariado implica, también, un compromiso de transformación. Y eso se complementa, además de los valores éticos sustanciales, desde el estudio de la realidad que nos rodea y de la metodología para ser eficientes en los resultados. Pero también desde la creencia que una sociedad proyectada hacia la equidad, no se hace ni exclusiva ni necesariamente desde el asistencialismo, que solo debiera ser objeto de tránsito y no de finalidad.

El voluntariado por el voluntariado en tono menor resulta maquillado.

A lo mejor a eso debamos empezar a llamarlo de otro modo, y no es que debamos hacer censura de esta forma de reflejar nuestros intereses personales, legítimos, quien así los tenga o sienta, sino porque cada concepto debe sostenerse sin corsés y sin disfraces, sin apariencias y, por tanto, clarificar si en el fondo lo hacemos a beneficio de quienes realmente debieran ser los destinatarios del sentimiento que epopeya en la búsqueda de la justicia social.