L a Iglesia católica es la institución de carácter internacional más antigua del mundo. Son dos los milenios de historia que atesora, y a lo largo del tiempo ha influido notablemente en la filosofía occidental, en la cultura, en el arte y en la ciencia. Es cierto que, como primer objetivo, se encuentra la difusión del Evangelio, pero no es menos cierto que hace una ingente labor en la realización de obras de misericordia, en todos los campos, como parte de su doctrina social. De hecho, la Iglesia católica es la mayor proveedora no gubernamental de educación y servicios médicos del mundo

Según los últimos datos del Anuario Pontificio, habría en el mundo 1,285 millones de bautizados, el 17,7 % de la población mundial, habiéndose producido en los últimos años un aumento del número de católicos en Asia y África, superior al crecimiento de la población. Estos datos nos hablan de que es una institución viva y dinámica, una institución que no debería de anquilosarse en las viejas ideas, porque la única manera de no perder el contacto con la realidad es actualizándose y modernizándose. Y las nuevas ideas no pueden ser transmitidas con discursos viejos y anclados en el tiempo, con razonamientos intransigentes transmitidos desde los púlpitos, que llenan de desasosiego a unos fieles que, muchas veces, no comprenden la desmesura y el comportamiento extremista de algunos de los que, formando parte de la Iglesia, lo hacen con un discurso muy alejado de lo que se espera de aquellos que deberían de hacer realidad la doctrina de una Iglesia católica, que se ve a sí misma como la encargada por Jesucristo para ayudar a recorrer el camino espiritual hacia Dios.

La Iglesia católica considera que tiene encomendada la misión de elaborar, impartir y propagar la enseñanza cristiana. Y ciertamente, no me parecen muy cristianas las peroratas («discurso largo y poco oportuno que se hace con cierto apasionamiento y vehemencia») que se marcan algunos sacerdotes en los templos, que nada tienen que ver con los sermones («discurso cristiano u oración evangélica que predica el sacerdote ante los fieles para la enseñanza de la buena doctrina»), que son de esperar en las comunidades católicas.

España es una país tradicionalmente católico, en el que la mayoría de las personas son bautizadas al poco tiempo de nacer. Es normal que nos declaremos católicos un 73,7 % de la población. Quizás lo que ya no es tan normal es que, al parecer, el 56,8% declare que no asiste a las celebraciones religiosas. Y la Iglesia debería de hacerse muchas preguntas al respecto. Porque puede ser que muchos de esos que se proclaman católicos se sientan muy incómodos acudiendo a iglesias donde el sacerdote les puede sorprender, no con un sermón más o menos bien construido, sino con una perorata trufada de mitin electoral, con muy poco contenido de la auténtica misión de la Iglesia que no es otra que «transmitir fielmente el Evangelio de generación en generación con lo que eso supone de esperanza, de fe y de caridad».

Y muy poca esperanza, casi ninguna fe y nula caridad, es lo que sembró el pasado domingo 22 de noviembre en misa el párroco de la basílica de la Purísima de Yecla, José Antonio Abellán, que arremetió contra la llamada ´ley Celaá´, recientemente aprobada en el Congreso de los Diputados, con un argumento tan mendaz, tan falaz, como que «la ley busca integrar a los niños con necesidades especiales en los colegios ordinarios para que ´estorben´ y «entonces digan: ¿veis? estos niños es que ni siquiera tienen que existir, hay que matarlos».

Pensar que todos los creyentes tienen la misma ideología es lo que hace que muchos se alejen de una Iglesia que alberga a sacerdotes como este, que incluso se permiten pedir el voto desde el pulpito para determinadas formaciones políticas.