Mientras el Reino Unido recibe la ´caballería científica´ de las vacunas en el lenguaje florido de Boris Johnson, los países más vanguardistas nos encelamos en blindar el plácido calendario navideño de Berlanga, nuestra invulnerable línea Maginot de mazapán. El Gobierno decreta una amnistía para permitir concentraciones masivas de hasta diez personas, en contra del criterio de los epidemiólogos profesionales y aficionados, estos últimos más aguerridos que los primeros.

Los científicos escépticos confiesan que nunca los profanos han estado tan cerca de los expertos, en la ignorancia compartida sobre la pandemia. De repente, los seres más sonrientes del planeta decretan que una persona que quiere estar con otra es una presunta asesina, no solo de su interlocutora sino también de todos sus familiares hasta la cuarta o quinta generación. Los románticos han decidido que ´te quiero´ es una condena a muerte, y prefieren felicitar las fiestas por WhatsApp. El sentimentalismo navideño siempre será derrotado por el ordenancismo cuartelero, compartido con los generalísimos que esto lo arreglan con dos patadas y 26 millones de fusilamientos.

La amnistía navideña se ha propagado a una reducción esporádica del toque de queda nocturno. Criminalizar la noche siempre ha sido el sueño de los talibanes, ahora bajo pretexto higiénico. Houellebecq ya escribió que las discotecas son para frustrados. Los padres que pecaron en las pistas de baile explotan la coartada vírica para privar a sus hijos de la experimentación que solo puede cumplimentarse de madrugada. La pandemia es un peligro real, precisamente porque ha disparado las fantasías represoras de los perseguidores del liberalismo por sus dos flancos.

En medio, el ciudadano amnistiado padece la sensación de haber disputado antes que disfrutado las Navidades de 2020 mil veces ya, nunca el turrón habrá dejado un regusto tan culpable.