Me gusta pasear bajo la lluvia, pero detesto encontrarme a veces estas escenas: dueños de un perro de raza que comenten el error de pretender que el animal sea y se comporte como ellos creen que debe ser y comportarse.

Le enseñan desde que lo compraron (o se lo regalaron, con pocos meses de vida) que la casa es su hogar y su refugio del calor o del frío, del viento o de la lluvia, y la finca o el pequeño jardín que la rodean el territorio por el que moverse con sus compañeros de correrías diurnos (normales, no de raza). En otras palabras, lo acostumbran a entrar y salir de casa a la finca y viceversa durante el día libremente, y pasar después la noche dentro, a cubierto y separado del resto.

Pero a veces, queriendo o sin querer, le cogen manía por extrañas razones, que casi siempre tienen más que ver con sus cambios de humor y sus problemas emocionales que con el comportamiento del animal hacia ellos. Y lo castigan si, por ejemplo, mientras se ausentaban para ir a comprar o pasear, lo han dejado sin darse cuenta encerrado en la casa y al volver se encuentran todo hecho cisco (cojines destripados, cables partidos a mordiscos, madera de sillas y puertas lista para usar en la chimenea) sin pararse a pensar que son ellos los únicos responsables de ese comportamiento, dictado por la naturaleza claustrofóbica del animal, que era su obligación cerciorarse de que hubiera salido antes de cerrar la puerta y echar la llave.

Y un buen día, de repente, deciden que no, que debe borrar de su cerebro las pautas de comportamiento que le han inculcado o permitido durante esos años y aprender en poco tiempo otras muy diferentes: que ya no le van a permitir entrar en casa, y que debe dormir con los demás en la caseta que a tal efecto tienen habilitada en el jardín.

Y si los otros perros no lo dejan entrar a cobijarse, en vez de preocuparse de construir un anexo más pequeño a la caseta existente (nada más fácil, el macho dominante no puede ocupar dos casetas a la vez) se escudan tras el socorrido «qué le vamos a hacer, son cosas de perros, allá se las apañe», y permiten que tenga que pasar noche tras noche a la intemperie, precisamente ahora que se acaba el otoño y ya asoma el invierno con sus fríos y lluvias.

Me entristece mucho que los animales sean incapaces de odiarnos por cosas como estas, estoy convencido de que (si supieran o pudieran) nos odiarían, nos abandonarían o, simplemente, se dejarían morir de pena, como hacen los gorriones si se les enjaula.