Cuando la profesora de prescolar le preguntó a sus alumnos de cinco años que cuál era el oficio de sus padres, mi hijo respondió ´bombero´. Por supuesto no le reprendí por su respuesta. Al fin y al cabo, qué puede entender un niño de cinco años de lo que es el oficio de publicitario, aunque el niño en cuestión, mi hijo, hubiera ya intervenido como extra en alguno de mis anuncios para televisión. Además, me pareció muy bien que, ante la pregunta de una profesora tan cotilla, mi hijo aprendiera a utilizar espontáneamente esa fenomenal herramienta para la supervivencia y el progreso personal en la vida que supone la mentira. Una de las revistas satíricas más famosas de la historia editorial española, La Codorniz, llevaba en su portada este lema: «Donde no hay publicidad, resplandece la verdad». No lo podré olvidar nunca porque mi suegro, orgulloso ingeniero naval, me lo recordaba periódicamente para hacer mella en mi autoestima, antes de que nuestra relación se normalizara con los años y admitiera definitivamente que yo no era tan mala elección para su hija Susana.

Como publicitario, no me avergüenza decir que lo soy. Es más, forma parte de la tradición del gremio autoinculparse por pertenecer a él. No en vano, uno de los libros de un famoso publicitario, Jacques Seguela, se titula: «No le digas a mi madre que soy publicitario. Ella cree que trabajo de pianista en un burdel». En realidad, yo no tuve muchas oportunidades de elegir la profesión porque iba para periodista, pero la única forma de conseguir un traslado de expediente a otra ciudad y no perder los tres años de comunes en Ciencias de la Información, fue elegir otra especialidad que no ofreciera la Universidad de Navarra. Opté por ir a Barcelona porque un compañero y amigo de Pamplona ya se había matriculado allí. De esa forma puede abandonar el ambiente asfixiante de la Universidad del Opus Dei, institución, por no decir secta, a la que estuve afiliado por cuatro años.

Nunca me he arrepentido de estudiar Publicidad, porque ello me abrió la posibilidad de crear un proyecto empresarial propio sin mucho capital, que en ese momento no tenía, en mi ciudad natal, Cartagena. Y aquí sigo, ubicado ahora en Murcia, 37 años después, ejerciendo el oficio de creativo publicitario en mi propia empresa y desarrollando proyectos cada vez más ambiciosos a la vejezviruela. Cuando quiero explicar en público mi cambio de orientación, de Periodismo a Publicidad, siempre hago el mismo mal chiste: me cambié de especialidad porque descubrí que ser periodista entraña escribir mucho y ganar poco dinero, mientras que los publicitarios escriben textos cortos y ganan mucha más.

Explico esto para hacer entender al lector que el ser publicitario no me obliga necesariamente a abrazar de forma acrítica lo que constituye el fruto del ejercicio creativo: los anuncios. Y, sobre todo, no me gusta la publicidad que basa su éxito en la estrategia de saturar los medios con una frecuencia chirriante de mensajes simples y repetitivos. De ello tienen la culpa básicamente dos cosas: que la repetición funciona y que los espacios en los medios (sobre todo en la radio y la televisión comercial) se pierden para siempre si pasa la escaleta y no se emiten. Igual que se dice que un periódico al día siguiente solo es papel de envolver, un corte publicitario que no se ha llenado de publicidad es un desperdicio de ingresos para la Cadena.

La repetición funciona porque los mensajes publicitarios tienen que competir para captar la atención del cliente, que es reacio por definición. Para conseguirlo, la publicidad funciona como el clásico juego de arcade, lanzando un objeto contra un muro de ladrillos y deshaciéndolo a base de chocar con él y conseguir abrir un agujero. Cuanto más repetitivo es un anuncio (lo que se llama frecuencia en publicidad), mayores posibilidades tiene de penetrar en la conciencia del receptor. Y aquí tengo que dar una mala noticia a los muchos fans de las teorías conspirativas: la publicidad subliminal no existe. Lo que no llega a la consciencia no tiene efecto. Otra cosa son las connotaciones inherentes a un mensaje, que puede tener un recorrido paralelo en el subconsciente.

Los anunciantes intentan captar la escasa atención que el público está dispuesto a otorgarle bombardeándolo por tierra, mar y aire, en lo que técnicamente se llama ´el mix de medios´. Tampoco los anunciantes son responsables que la competencia legítima por el mercado publicitario lleve a los medios a saturar los espacios disponibles que les permite la legislación vigente. Todos en el sector publicitario, tanto anunciantes como profesionales y medios, son conscientes de que menor saturación publicitaria significaría potenciar la publicidad que se emite finalmente, pero nadie es capaz de ponerle el cascabel al gato. Debido a eso, los medios generalistas como la televisión y las radios convencionales con ánimo de lucro se han convertido para mí en una opción repelente a la hora de acceder a contenidos. En la radio he optado por los podcast, que de momento tienen los mismos contenidos pero mucha menos publicidad que las emisiones en directo, y en lo audiovisual he optado por las plataformas de streaming, liberados por completo de la plaga de los anunciantes.

Aún así, no me queda más remedio que consumir los anuncios de las webs de acceso gratuito, la antiestética publicidad exterior en las vallas (antiestéticas no por los anuncios sino por las propias vallas) y el bombardeo de emails que se pasan por el forro las leyes de privacidad de datos personales. En el caso de las vallas, es sorprendente cómo, a pesar de las leyes limitativas de este tipo de soportes, en cuanto se deja de multar una temporada proliferan como hongos captando la atención de los conductores y provocando potencialmente accidentes. Es una dejadez de funciones in vigilando de las Administraciones locales, y además una estupidez. Tiene mucho más sentido y sería más rentable para los Ayuntamientos e entidades deportivas suprimir las horrorosas vallas de exterior y fomentar el mobiliario urbano y la publicidad en grandes recintos como los estadios, donde la publicidad cumple al menos la función colateral de sostenimiento de algo útil, que es lo que le ha dado siempre sentido y justificación.