Cambia lo superficial, / cambia también lo profundo, / cambia el modo de pensar, / cambia todo en este mundo. / Cambia el clima con los años, / cambia el pastor su rebaño, / y así como todo cambia/ que yo cambie no es extraño.

Ciertamente estar abierto al cambio es una predisposición en la vida a aceptar las cosas como vienen, a interiorizar cada acontecimiento como parte de un guión que se escribe cada día. A no asumir lo inevitable como un elemento que nos golpea con descaro y sin remedio. Todo lo contrario. Es amar lo desconocido. Lo imprevisto. Lo que nos sorprende. Todo aquello que escapa al control asfixiante de una mente rígida e inflexible, incapaz de perdurar en el tiempo porque la posibilidad de sorpresa se esfuma tal y como aparece cada instante.

Cambia el más fino brillante/ de mano en mano su brillo, / cambia el nido el pajarillo, / cambia el sentir un amante. / Cambia el rumbo el caminante/ aunque esto le cause daño. / Y así como todo cambia/ que yo cambie no es extraño.

Quién lo diría. Modelado desde chico a jugar un papel destinado a mentes preparadas para refulgir en medio de la mediocridad latente. Impregnado de todo aquello que envuelve con celofán esa dádiva sentenciada a colmar las expectativas de propios y extraños. No resulta ajeno, sin embargo, hallar los restos de aventuras emprendidas a golpe de impulsos que brotan desde inhóspitos rincones deshabitados hasta que una idea, una imagen o un rostro despierta a ese ser escondido entre la broza que puebla las infancias rotas.

Cambia el sol en su carrera/ cuando la noche subsiste, / cambia la planta y se viste/ de verde en la primavera. / Cambia el pelaje la fiera, / cambia el cabello el anciano. / Y así como todo cambia/ que yo cambie no es extraño.

La noche oscura envuelve cada poro que se encoge al notar que algo está mutando en la dermis. Es la negritud que acaricia la emoción como muestra palpable de que es posible transformar lo que hasta entonces parecía inalterable. Cual sierpe desprovista de una de sus múltiples capas desperdigadas en un polvoriento camino sobre el que muda cada cierto tiempo parte de su identidad, cuya estela es la expresión y el reflejo de que nada es eterno. Colores y texturas diseminadas en una ruta hacia lo inexplorado.

Pero no cambia mi amor/ por más lejos que me encuentre. / Ni el recuerdo ni el dolor/ de mi pueblo y de mi gente. / Y lo que cambió ayer/ tendrá que cambiar mañana. / Así como cambio yo/ en esta tierra lejana.

Esto es así por mucho que nos pese. Y maldita la hora, el momento, el instante, en el que alguien, un día, fue capaz de inocularnos esa falsa creencia de que no es posible cambiar. De que uno, de que una, es así. Y de que no va a venir alguien ahora a alterar el orden de esta habitación que tanto ha costado amueblar. Vamos, que tienes que quedarte quietecito porque ya ha costado bastante aceptar la inevitabilidad de un mundo vulnerable como para que hagas temblar la débil estructura interna de mi frágil ser cincelado a base de prueba y error.

Lo paradójico del caso es que el ser humano crece a medida que es capaz de tambalear los cimientos de lo que siempre ha creído inalterable. Hablamos de las creencias, de las grandes ideas que la mente ha sido competente a la hora de insuflar para que el mundo interior quedase aplacado y adocenado. No obstante, a estas alturas de la vida pocos tienen que venir a convencernos de que cuando se conecta con lo profundo, con ese mundo insondable de las emociones y sentimientos, más cerca se está de lo genuino, de lo trascendente. De esa dimensión que nos permite estar despejados para vivir cada cambio como esa oportunidad antaño perdida.