Matilda es una de mis películas favoritas. La había visto de pequeña, y en cuanto pude se la puse también a mis hijos. Es de las pocas pelis que he visto con ellos, y han compartido mi entusiasmo al verla, por no decir la única.

Cuenta la historia de una niña, digamos peculiar, que vive con una familia odiosa, además de criminal, y que va a un colegio en el que todos los alumnos viven aterrados por la directora, la Trunchbull (para nosotros, la Transful), un animal de mujer, aficionada a deportes de macho-man y con la sensibilidad de un hipopótamo. E igual que la familia de Matilda, odiosa por los cuatro costados.

La gracia de la peli es que Matilda es capaz de hacerse un caparazón, de esquivar los dardos de unos y otros, y vivir tan ricamente, gracias a sus poderes y a la felicidad que le sale de dentro. Sin embargo, si su vida da un giro total, es cuando aparece la señorita Honey, la dulzura hecha persona. Y quien va a transformar su vida, de ser una niña invisible a tener una vida plena y feliz.

Se da la circunstancia de que, durante el rodaje, en la vida real falleció la madre de Mara Wilson, la actriz que da vida a Matilda. Ella cuenta cómo Danny de Vito y su mujer Rhea Perlman, que en la peli interpretan a sus padres, solían invitarle a su casa, a comer y a pasar tiempo juntos, entreteniéndola y jugando con ella (todo lo contrario que sus personajes). En una palabra, acompañándole en ese trance. La implicación de esa pareja con la niña y su madre fue tal, que en los créditos finales dice «una película de Danny de Vito para Suzie Wilson». Todo un detalle.

Te cuento todo esto porque tanto Matilda el personaje, como Mara Wilson en la realidad, tenían unas circunstancias en las que necesitaban de apoyo un especial, no sólo en material. Precisaban de personas, y de ambientes, apropiados para ellas, ya fuese para neutralizar a la Transful de turno, que ni entendía a Matilda ni lo intentaba, o para encajar circunstancias de la vida, a veces difíciles, como para Mara Wilson el fallecimiento de su madre.

Y me ha venido a la cabeza a cuento de la reforma educativa y su visión sobre los colegios de educación especial. Qué más quisiéramos todos que una educación integradora en el que conviviesen todos los niños. Donde los que tuvieran necesidades especiales estuvieran integrados, y el resto aprendieran a convivir con el diferente. Pero, lejos de alegrarme por este aparente logro en convivencia y en integración, lo que he imaginado es a miles de Matildas y Matildos, aterrados por la Transful de turno, y necesitados de una señorita Honey.

Mi experiencia con la educación integradora la viví cuando estábamos en Alicante y venían a nuestra clase unos niños ciegos a dar con nosotros catequesis. Es verdad que una vez que los conocías dejabas de verlos como ciegos, y que la integración era un hecho. Y también recuerdo que nos parecía imposible que no vieran, porque lo controlaban todo que no veas (perdón por la broma).

Y, sin embargo, aquellos niños necesitaban su cole especial. Sólo el acceso seguro a la clase requería de un despliegue bestial. Imagínate otro tipo de necesidades. No tiene nada que ver con la tolerancia ni con la integración. Tiene que ver con la definición de Justicia que decía Ulpiano, con el dar a cada uno lo suyo. Pretender hacer tabla rasa es, sencillamente, no saber de qué se habla, o saberlo muy bien y ser maquiavélicamente malvado. Porque si fuera mi hijo, no sé si le llevaría a un cole de integración. Y ya me entiendes a dónde nos lleva eso.

En fin, que Dios les perdone, porque no saben lo que hacen.