Bien quise creer que todas las machaconas insistencias en medidas de profilaxis y prevención de esta enfermedad vírica de cuyo nombre me acuerdo hasta en sueños iba a llevarse por delante o aminorar al menos la descortesía, la falta de educación, el desprecio al prójimo. Pues nada, y pongo un ejemplo, uno tan solo.

Ni con agua caliente se quita una costumbre al parecer anclada en lo más profundo del ADN humano: dejar las puertas del retrete o servicio o baño o váter públicos abiertas de par en par tras haberlos usado.

Quevedo mandaba a su infierno simbólico a aquellos que después de sonarse los mocos quedaban un ratito mirando al lienzo (hoy, pañuelo) como si en él hubiesen depositado perlas admirables. A los mismos tormentos enviaba yo a esa multitud de congéneres que deben de pensar que son perfumes y son sanísimos efluvios lo que acaban de expeler en el excusado del restaurante, hospital, edificio administrativo, bar o cafetería, colegio o escuela. Con una variante masculina: puertas abiertas a tope y salida del urinario abrochándose ante todo el prójimo la bragueta siempre, el cinturón a veces.

Mucho lo lamento, mucho me duele la descortesía, ver a tantos y tantos nada atentos, comedidos ni afables, máxime cuando el virus y sus crisis nos golpean por todas partes desmejorándonos la vida.

Ser cortés y no tosco, cordial y no basto agrada y es bueno de por sí. ¿En todos está esa virtud, al menos en modo durmiente? Abraham Lincoln lo creía: durante una reunión con un grupo de ciudadanos, volvió la cara y dibujó en ella un gesto contrariado. Los amigos que lo rodeaban pensaron enseguida que el disgusto presidencial se debía a las palabras desabridas y la actitud altiva de cierto tipo que acababa de soltar unas cuantas sandeces antes de abandonar la sala dando un portazo. Pero no.

El 16º máximo mandatario USA se recriminaba a sí mismo, mostrando así inusitada generosidad. En efecto, tras unos instantes de arrepentimiento concluyó en voz alta: «No me gusta ese hombre. Debo conocerlo mejor». Hago mal, pues, en ver al incívico en ejercicio y dar por ello rienda suelta a mi lado oscuro.

Intentaré mejorar, para que no me ocurra lo que anota Iñaki Uriarte: «Buscaba indicios que me confirmaran mi mal concepto de él. Los encontraba, pero me perdía lo que ese señor pueda tener de bueno». El enorme artista plástico y amigo y no ha mucho fallecido Jaime Herrero también era miembro de la cofradía del buen modo como escudo ante la hostilidad. (Ojo: no significa ello ser imbécil o papamoscas, cobarde y cagón, nada de eso, no confundamos). Contaba Jaime una anécdota muy ilustrativa al respecto de quienes ni grado ni gracias, de los maleducados, de las que no responden ni a los buenos días, de los que devuelven una mirada fosca a la mirada amable y gentil que asoma sobre la mascarilla. Qué tesoro, ay, las excepciones.

Jaime Herrero trabajaba de camarero por los 60 del XX en un café parisino cuyo dueño era un negrero, voceras y canalla (pleonasmo). Cierto día se le cayó a mi amigo la bandeja al dirigirse a servir una mesa de la terraza y aquel patrón botarate lo despidió al punto y a gritos: judío miserable, africano de mierda, español asqueroso, emigrante hediondo? y demás lindezas por el estilo. Dejó Jaime el delantal verdinegro y se fue. Al doblar la esquina, encontró a una vendedora callejera de flores. Compró un buqué de violetas (otro día sin comer) y regresó al local. Le entregó al bruto el ramito, ahogándole así nuevos gritos de desprecio. Y le dijo con alegría: «¡Feliz primavera!». Que aquel jefe aún permanece hoy petrificado y plantado en su bistró por la sorpresa. Ante el desaire, amabilidad. Quizá sea la forma elegida por los dioses para enfrentar al asno a su espejo.

Es, desde luego, lo que más duele.