Ruido de un carraspeo; el aliento sale de la garganta reseca y golpea contra la mascarilla. Ruido delante de los cristales empañados; solo hay ruido.

El ruido de un paso acompañado y cien en soledad, mientras una cabeza se pierde entre una multitud de ausencias. El frío en las orejas y en las manos, en la distancia y en los abrazos pensados. Soledad, pero no cualquiera, sino soledad fría.

Los ruidos de los tubos de escape perdiéndose al doblar una esquina y neumáticos frenando, del «¿llevas fuego, amigo?» y de las miradas desubicadas sin su agarre a rasgos faciales. De pasos en falso y pasos para alejarnos, de cuerpos que se miran, pero no se tocan.

Ruido ahogado sobre una motocicleta solitaria, el maletín abierto, vacío, otro pedido entregado y los dientes mascando. Un bocado y luego otro, comida para saturar la garganta y adormecer la inquietud. Engullir, medicina contra el desasosiego. Otra capítulos más, medicina contra el mundano trasiego.

El ruido de una notificación en el bolsillo, la vibración que sube por la pierna hasta la cadera, y luego hacia arriba, como si siguiese la médula espinal hasta el cerebro. 280 caracteres de ruidos sociales. Y una nueva avalancha de correos que sepulta la bandeja de entrada, anegada y exigente, siempre pidiendo atención, cronómetro en mano, y, en la otra, un diploma a la eficiencia que se puede acariciar, pero cuya entrega nunca llega.

Los ruidos dentro de mi propio cráneo, ya quemado, quizá demasiado.

Ruido de música para silenciar los pensamientos, y cables que se enrollan por el cuerpo, de extremidad a extremidad, hasta apretar la garganta. Una melodía para colgar pendido de un auricular, mecido por el aire gélido.

El ruido de la saturación de los sentidos, mucha mucha música, mucha mucha comida tóxica, mucha mucha serie. Mucha vida. Vida por saturación.

Los ruidos de nuevas adicciones, viejas decepciones y el eco del galope de la ansiedad.

Ruido de un corazón acelerado, quizá demasiado.

Todo en un instante. Precipita sobre mí un nubarrón imprevisto, unas lluvias que las previsiones de mi paseo nocturno no tenían en cuenta, pero ya se sabe con los temporales. Ya se sabe con los quiebros de la mente, con las inquietudes del corazón. Crean sus nidos con ramitas pequeñas y frágiles, incertidumbres que en solitario palidecen frente a la voluntad de una persona. Pero esas ramitas se unen a otras ramitas, y forman esos nidos densos, pesados, capaces de soportar a los pájaros más insospechados. Las aves más exóticas, y al mismo tiempo familiares, convierten ese nido en su hogar, y desde su atalaya observan, casi como jueces imperturbables.

De vez en cuando, sin avisar, baten sus alas y alzan el vuelo. Y es ese batir de alas, la suave brisa que provoca, las ligeras alteraciones que se dispersan como ondas, lo que hace que todo tiemble, que todo amenace con venirse abajo.

En un paseo, en un instante. En un pensamiento.