Una nueva ley de educación asoma por el horizonte, viene cargada de ruido y polémica, disputas y discordias. Es una de tantas leyes de educación, habidas y por haber, cuya perdurabilidad, unida al Gobierno que la sustenta, viene muerta al nacer o parece que, al menos, tiene los días contados.

No es cuestión de discutir sus posibles beneficios ni de defenderla de las falsedades de las que ha sido acusada por una oposición feroz dispuesta a hacer imposible su existencia. Por desgracia, discutir sobre su contenido es de por sí irrelevante, y aunque fuera la mejor ley de educación española, valdría menos que el más humilde de los pimientos porque durará lo que dure el Gobierno que la ha promulgado. En este medio esbozo de nación, en este proyecto incompleto de país que somos, cuando una nueva bandera política (bandera, porque hablar de ideología resultaría exagerado, impropio, pueril, simplemente demasiado optimista) es plantada sobre la cumbre del poder, quizá debido a la atmósfera enrarecida de las alturas, no tarda en adueñarse de la escena pública una deseo febril por anular las obras del legislador anterior, como si tales cosas jamás hubieran existido.

Así es ocioso pararse a discutir sobre cuánto trabajo tendrán los profesores de religión en los centros de enseñanza, o si sus alumnos aprenderán obligatoriamente cómo convertir el agua en vino en colegios donde niños y niñas estén segregados en aulas distintas.

Poco importan pequeños detalles como el uso de suelo público para levantar colegios concertados o la imposición de cuotas voluntarias (antológica contradicción en los términos) por parte de algunos centros en un ejercicio de economía creativa que no excluye en modo alguno nutrirse de fondos públicos, porque pecunia non olet. Hemos de acostumbrarnos, eso sí, a no usar ya semejantes locuciones latinas, pues es evidente que quien, sin distinción de afecto o partido, dirija los destinos del pueblo, jamás olvidará añadir más peso a la losa que ha de sellar el acceso a la cultura clásica, cañoneada a derecha e izquierda por la artillería del pragmatismo más burdo.

El destino que aguarda al conocimiento de la civilización que puso la dignidad del ser humano por encima de todos los ideales no puede ser más funesto.

Los implementos residuales de cultura clásica tendrán su último espacio para adornar materias de otros campos, y procesiones de hipócritas legisladores vendrán a depositar los últimos laureles sobre su cabeza muerta.