No lo tenemos. No es posible que a estas alturas andemos lamentándonos por las esquinas porque tendremos una Navidad más de recogimiento que de esparcimiento. Si acaso, los comerciantes y los hosteleros que sumarán pérdidas a las pérdidas. Pero no los demás.

En esas fechas somos muy dados a hacer balance vital anual destacando lo bueno vivido y obviando lo malo, que de esto último hay mucho circulando desde marzo.

Qué bien nos portamos cuando el coronavirus se nos presentó la primera vez en marzo. Salvo los que acapararon papel higiénico, derrochamos solidaridad, cooperación, firmeza frente a la adversidad, colaboración y qué se yo cuántas virtudes destiladas de la esencia del ser humano.

Un estallido de bonhomía que llegó al clímax con el confinamiento domiciliario general. Aplaudimos desde los balcones con puntualidad británica mientras cantábamos (o lo que sea) el ´resistiré´ a los sanitarios que se exponían a lo letal desconocido. Cuántos vecinos arroparon a sus vecinos, qué gestos samaritanos explotados hasta la extenuación por las televisiones y las redes sociales. Con qué obediencia asumimos las instrucciones de las autoridades

Todo, claro, sin olvidar el pequeño detalle de la presencia en las calles de policías de todos los cuerpos y la larga lista de sanciones para los incumplidores. ¡Bueno! Si hasta tuvimos los ´policías de balcón´.

Algunos pensadores creyeron que aquel modelo social había llegado para quedarse. Que la pandemia, al menos, había traído el triunfo de una sociedad solidaria, civilizada y protectora de los débiles, emergida del dolor de la tragedia sanitaria.

Faltó que despareciera la Policía de las calles y se levantaran las restricciones para que todo fuera igual o peor ahora en esta segunda ola.

Los artistas ya no componen canciones de fraternidad y amor puro profesado con el prójimo. Hay menos vecinos que se acuerdan de los que viven solos. Para qué homenajear cada día a los sanitarios.

Nos hemos vuelto estas semanas más ariscos, más protestones, más desconfiados. Queremos la vacuna y la queremos ya pero que se la ponga el otro primero. Vemos impasibles cómo la muerte cosecha por segunda vez entre las residencias de ancianos.

Nuestra gran preocupación vuelve a ser sobre el «yo, mí, me, conmigo». Y por eso estamos enfadados; igual nos quedamos sin nuestra Navidad. La de los que perdieron a 50.000 seres queridos y la de los que hoy, a estas horas, están en la cola del hambre, nos dan igual. Pero abren los bares.