Es costumbre patria arrojarnos leyes educativas a la cabeza como adoquines sesentayochescos. Machado habló de una España que muere y otra que bosteza y cien años después seguimos sin ser capaces de salir de este proverbio. Entre el último aliento y el bostezo, nuestro maltratado país ha sufrido la friolera de nueve leyes educativas, bajo siete presidentes del Gobierno. El ritmo de dos reformas educativas por década nos convierte, sin ningún tipo de metáfora, en una nación fracasada, incapaz de consensuar el elemento principal que vertebra nuestra sociedad. Porque España sigue encerrada en aquel país que soportó Machado, donde se legisla contra una parte de la población y nunca por el bien común, que suele ser el menos popular de los aciertos.

La nueva ley de educación, la LOMLOE, popularmente llamada Ley Celaá (ya es un castigo severo que una ley educativa en España sea bautizada con tu nombre) ha nacido con fecha de caducidad. El dato no es exacto, pero sí seguro. Morirá cuando la derecha vuelva a tener el poder. Sucederá entonces lo que en España lleva ocurriendo desde tiempos inmemoriales: cambiará la ley y esta será igual de frustrante que las anteriores. Porque la desesperanza del ciudadano es tal que asume sin complejos que el PP que ahora patalea por esta infame reforma no sería capaz de hacerla mejor. De hecho, su último experimento, la Ley Wert, ha sido la peor de todas, solamente superada por la presente. El problema de España con la educación tiene muchos culpables, pero habría que llamar a la puerta de los Gobiernos del PSOE y del PP para encontrar la responsabilidad de tal desastre.

La Ley Celaá ha sido elaborada de espaldas a los profesores. Se jacta de ser una ley inclusiva, que piensa en las familias de los alumnos y que ha contado con los padres y madres para su desarrollo. Es duro transitar el buenísimo y la excelencia, pero la pregunta que uno debería hacerse es ¿qué pintan los tutores legales de los alumnos en una ley educativa? El desprestigio del profesorado ha llegado tan lejos que para la redacción de una ley educativa se antepone la opinión de un padre a la de un profesor. ¿Acaso el enseñante no tiene nada que decir? ¿Deben decidir los padres qué materias dar y cómo aplicarlas por el simple hecho de tener hijos a su cargo? El absurdo es comparable a si preguntásemos a los pacientes enfermos de un hospital sobre la reforma de la Sanidad. Me sentiría más cómodo con la opinión de los médicos.

En un giro retórico inigualable, dice la ministra que la ley es más inclusiva. España se ha convertido en una fábrica de términos vacíos cuyo significado se evapora como el humo. Será inclusiva salvo para la Comunidad Autónoma de Cataluña, cuyos alumnos deberán soportar que el español ya no sea lengua vehicular. En nuestro país algunos ven normal que la lengua común se haya convertido en un reducto, una muestra arqueológica de una cultura a la que obligan a ser minoritaria. También será una ley ´ecológica y sostenible´. No sé si esto quiere decir que eliminarán los barracones donde miles de alumnos dan clase actualmente o si reducirán la ratio actual. Hoy en día, los alumnos conviven hacinados en clases que se han quedado pequeñas. Los centros educativos se han convertido en una especie de guarderías donde los padres dejan a sus hijos para que, durante seis horas, se les eduque, se les enseñe y se les entretenga. Adivinen ustedes cuál de las tres variables es la única a la que se pueden dedicar los profesores.

Pero uno de los aspectos más lesivos de la nueva ley de educación es sin duda la eliminación del número de asignaturas suspensas para repetir. Este punto ha sido el que más piruetas dialécticas ha provocado en la bancada socialista. El problema de base es claro: estamos engañando a los alumnos. La solución al fracaso escolar no pasa por cerrar los ojos y promocionar a un alumno que no ha cumplido los requisitos mínimos (que cada vez son más mínimos y tienen menos de requisitos). Y claro que estamos engañándolos. Lo hacemos constantemente. Les prometemos un título de enseñanza cada vez más denostado con la esperanza de que serán alguien el día de mañana, pero la realidad es que muchos alumnos que obtienen la ESO no disponen de una comprensión lectora suficiente (habría que hablar también de las pocas horas de Lengua Española que hay), ni son capaces de realizar un cálculo matemático, no ya complejo, sino básico, por no mencionar un nivel de cultura general que les impide saber cuáles son los ríos de la Vertiente Cantábrica, pero sí aprenderse de memoria (solo de memoria) los peñones que hay entre Águilas y Mazarrón.

Ahora se podrá obtener el título de Bachillerato también con asignaturas suspensas. El alumno lo sabe y ajustará su esfuerzo a la necesidad. El día de mañana tendremos peores médicos, peores ingenieros, peores abogados y peores profesores. Lo digo yo, que soy profesor de Lengua, cuando comparo mi libro de Bachillerato con el que debo enseñar a mis alumnos y con el que mis profesores del instituto debieron aprender. Mis profesores estaban mucho más preparados que yo y tenían un dominio de la materia que ahora consideramos erudito, cuando hace treinta años era normal. Un profesor que lee. Un rara avis.

Otro aspecto lesivo de la ley educativa es el arrinconamiento de la filosofía y las lenguas clásicas. El PSOE pasó los años del Gobierno de Rajoy clamando por la dignidad de estas materias, pero cuando ha llegado al poder se ha dejado la dignidad en la parte trasera de su moral. La ética, el latín y el griego fueron heridas de muerte bajo la ley Wert, pero la ley Celaá les cava la tumba. Sin ética no se despierta en el alumno el juicio crítico. Si pienso en mi educación sin esa asignatura resuelvo que hubiera sido diferente mi aprendizaje, pero nunca mejor. Mi primer contacto con la filosofía fue a través de la asignatura de Ética y un profesor que nos despertó el interés político y las ganas de cambiar las cosas. Aquel hombre fue Fernando Martínez Serrano, con el que comparto hoy en día columna en La Opinión y algunas formas de ver el mundo. En aquella clase muchos pecábamos de ingenuidad, pero nunca de apatía, que es lo que abunda en nuestras aulas actuales, tan carentes de Homero, de Virgilio y de Kant.

Al final, la ley pretende ser igualitaria, pero es todo lo contrario. Tendrán una buena formación intelectual y cultural aquellos cuyas familias tengan una biblioteca en casa, los recursos suficientes para recibir clases de piano o estudiar inglés o francés en las horas libres. El resto se conformará con los partidos de fútbol y las limosnas de las actividades extraescolares que ofertan los colegios, clases que el alumno entiende como un castigo. Resulta paradójico que el Gobierno de la gente haya sido capaz de elaborar una ley tan clasista, un sálvese quien pueda en una sociedad a la deriva y huérfana de referentes.

Hace quince años yo era un alumno de 4º de la ESO y en un instituto de Lorca (y Lorca no es la segunda Florencia) leímos Ética para Amador de Fernando Savater. Ahora, yo como profesor, soy incapaz de hacerles entender a mis alumnos no ya el mismo libro, sino un simple extracto de él. En los centros educativos los libros son considerados como un capricho, un accesorio incómodo y de escasa utilidad. La lectura y el pensamiento crítico se baten en retirada. ¿Qué lecturas y espíritu crítico habrán inspirado a los creadores de esta nueva ley educativa?