Desde que empezó el virus a invadir nuestras vidas hemos inundado el mundo de silencio, pero también de ruido. Aplausos a favor de los sanitarios o caceroladas y manifestaciones contra los políticos de uno y otro bando por lo mal que han gestionado la pandemia. Pero no les hemos dado todavía las gracias como se merece a uno de los colectivos más importantes de nuestra sociedad: los niños.

Las clases acabaron en marzo de forma fulminante y uno de los mayores temores que se alimentaron durante meses consistía en la reapertura de las escuelas. Todos los espacios sufrían los embates del maldito virus. Los lugares de ocio, las instalaciones deportivas, el turismo, las residencias de ancianos. Así que era de sospechar que cuando abriesen las escuelas la epidemia se cebase con ellas. Había quienes pronosticaban que los centros educativos serían focos de contagio terribles y que habría que cerrarlos a los pocos días. Debo confesar que yo, como docente, también albergaba mis dudas y temores. Pero también intuía que los colegios están formados por profesionales que se dejan la piel cada día y que si había una posibilidad de que las cosas salieran bien, las cosas, contradiciendo la Ley de Murphy, saldrían bien.

Tras un comienzo de curso algo accidentado, la situación parece haberse estabilizado y los niños acuden a clase con relativa normalidad. Ahora, tras casi tres meses de clase compruebo con felicidad y satisfacción que los colegios son espacios seguros y que la incidencia epidemiológica es menor de lo que se temía. Quizá sea porque se están tomando medidas extremas y los docentes nos dedicamos a lavar superficies y a suministrar gel hidroalcohólico con el mismo tesón que enseñamos los verbos irregulares en inglés. Quizá sea porque, como se ha explicado en uno de tantos estudios que se realizan sobre el Covid, los niños no son grandes trasmisores. Pero sobre todo estoy seguro de que se debe al comportamiento ejemplar de los niños. Desde que comenzaron las clases, los alumnos están demostrando tener una gran capacidad de adaptación y una entereza muy superior a nosotros los adultos. Utilizan la mascarilla durante toda la jornada sin apenas quejarse, son responsables para con sus compañeros y materiales y mantienen todas las normas que la situación les impone.

Les hemos reducido su zona de juego y la distancia social les obliga a inventarse nuevas formas de diversión con las que pasar el rato de recreo. No pueden abrazar a sus amigos ni jugar al fútbol. Nunca pueden estar todos juntos en el aula y deberán resistir las penalidades del invierno con las ventanas abiertas. No va a ser un año glorioso, pero sí que nos dejará huella.

Desde mi punto de vista, como docente y como adulto, no tengo más que mostrar mi admiración por los más pequeños y darles las gracias. Nos están dando un gran ejemplo y una valiosa lección. Su comportamiento y su actitud superan con creces todas mis expectativas.

Gracias, niños. Hacéis que los maestros nos sintamos orgullosos del privilegio que tenemos de poder trabajar a vuestro lado.