El pasado 6 de Noviembre, las grandes cadenas de televisión norteamericanas cortaron abruptamente el discurso de Trump en el que denunciaba fraude electoral. No eran medios de izquierda, ni siquiera (posiblemente) simpatizantes de los demócratas. Simplemente no podían digerir más falsedades de un dirigente que no paraba de repetir, sin aportar prueba alguna, que sus oponentes políticos habían hecho trampa en las elecciones recién celebradas. Los medios que no interrumpieron la emisión, incluida la cadena ultraconservadora Fox, compartieron una editorial, que discurría paralela a las palabras del presidente derrotado, en la que advertían de que lo que se escuchaba no se correspondía con la realidad. Era el epílogo agónico y grotesco de una presidencia marcada por la difusión de varias decenas de mentiras todos los días durante cuatro años consecutivos, prolongación de aquéllas que, durante la campaña electoral de 2016, le permitieron alcanzar el poder en los EE UU.

La mentira es el arma de guerra por excelencia de la extrema derecha mundial. Steve Bannon, exbanquero de inversiones y actual ideólogo de esta corriente política, instruye a sus asesorados, que van desde Trump hasta Abascal, pasando por Bolsonaro y los reaccionarios húngaros y polacos, en la profusa difusión del bulo como medio de alcanzar sus objetivos políticos. La estrategia es simple y hunde sus raíces en el pensamiento de Goebbels: ´miente y miente, que cuanto más grande sea una mentira, más gente la creerá´. La mentira induce dos poderosas emociones, el miedo y el odio, las cuales generan una adhesión visceral hacia quien te ha hecho ´descubrir la verdad´, particularmente si ese descubrimiento te hace sentir bien porque conecta con tus prejuicios previos y/o te sitúa en un plano de superioridad sobre aquellos colectivos humanos cuyo comportamiento consideras merecedor de reproche. Esa adherencia, teñida de irracionalidad, se traduce en identificación política.

Así, no resulta extraño que, en la misma noche de las elecciones americanas, una seguidora de Trump declarara a una cadena de televisión que Biden convertiría a EE UU en un país como Cuba. O que a mí, hace unas semanas, un conocido que es funcionario público y por tanto con cierto nivel de instrucción, me dijera que el Gobierno ´socialcomunista´ pretendía llevarnos a una situación de inflación disparatada y escasez como las existentes en Venezuela. Mis intentos para que me aclarara por qué un Gobierno cuya política monetaria está en manos del BCE y con las cuentas supervisadas estrechamente por Bruselas, pretendería crear una situación de caos extremo (sin posibilidades técnicas de hacerlo, además) que conduciría inexorablemente a su caída, fueron infructuosos.

El mensaje incoherente e ilógico que prodiga la ultraderecha cala en sectores sociales fuertemente ideologizados y/o vulnerables intelectualmente, incapaces de percibir la agresividad extrema y la deshumanización que subyacen a un pensamiento político que pretende que el derecho de propiedad, también sobre todos los bienes públicos, prevalezca sobre el conjunto de los derechos humanos, así como que los sectores más débiles y vulnerables sean percibidos como peligrosos criminales que perturban el buen funcionamiento de nuestra sociedad.

La democracia, obviamente, ha de defenderse de quienes no creen en ella; de quienes desprecian más de un siglo de conquistas sociales.

Y, tímidamente, comienza a hacerlo en los dos ámbitos en los que ha de actuar. Primero, en el campo jurídico-institucional. Lo está haciendo la UE proponiendo sanciones contra Hungría y Polonia (dos referentes de nuestras derechas extremas) por sus políticas de odio hacia el colectivo LGTBi, los límites crecientes a la libertad de expresión y el quebranto de la separación de poderes que se perpetra en ambos países del Este. Donde, además, impera la ley de la selva en las relaciones laborales.

En España, el Gobierno acaba de promulgar una orden ministerial contra la desinformación, la cual no proviene en lo fundamental de potencias extranjeras, sino de esa maraña de bulos injuriosos que, con origen en cuentas de las redes sociales vinculadas a organizaciones e individuos fascistas, causan un fuerte estrés social, envenenan la convivencia y desestabilizan las instituciones. Poner fin a esa ofensiva criminal no es cercenar la libertad de expresión, sino defender la verdad y la democracia.

El segundo bastión defensivo frente al extremismo trumpiano hay que levantarlo mediante el reforzamiento de las políticas sociales. Las democracias tienen que hacer verdaderos esfuerzos por combatir la desigualdad que el neoliberalismo ha incrustado en ellas, sobre todo en países como el nuestro, donde las crisis(la de 2008 y la actual) están dejando a mucha gente tirada, lo cual es caldo de cultivo para los charlatanes que quieren encaramarse al poder a partir de la frustración colectiva.

Trump ha caído, y en su caída pretende arrastrar las libertades norteamericanas. Para acabar con el trumpismo en todo el mundo, hay que profundizar en la democracia social y, a la vez, derrotar la mentira. No queda otra para vencer al fascismo.