Sepan todos los tontos que en el mundo son que su caso no tiene remedio, que la tontuna es un mal incurable que acompaña al afectado desde el nacimiento y lo expone y lo retrata sin tregua en cualquier circunstancia.

Sabido es que los tontos son aquellos que carecen de las luces y la inteligencia necesarias para comportarse como el resto del género humano. El tonto lo es sin ningún esfuerzo, la tontuna le sale de dentro sin más, como un manantial que mana y corre por naturaleza, sin que les sea de aplicación ni el más mínimo manual de instrucciones. En cambio, hay tontos de industria, cuya aparente tontuna es el resultado de un acto de voluntad, al que se recurre en un momento muy preciso, quizá estimulados por la idea de Horacio de que «en algunos momentos es mejor hacer el tonto».

Dentro de la tontuna fingida, conviene distinguir entre hacer el tonto, que es una forma de exhibir supuestas habilidades que ridiculizan y desacreditan la prudencia o la sabiduría del que lo hace, y hacerse el tonto, que es una inhibición interesada de las luces que habitualmente nos caracterizan. Aunque al fin y al cabo, esto de la tontería es tan confuso, que ya dejó dicho Gracián que «son tontos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen». Aunque ambas situaciones tienen sus ventajas, si tenemos en cuenta que, según Freud, ser tonto y hacerse el tonto son las dos maneras de ser feliz en esta vida.

Pero yendo al grano, les diré que hacerse el tonto es una de las operaciones más complejas y sutiles del ingenio, que requiere la utilización de todas las potencias para negar la inteligencia o el conocimiento que no queremos manifestar. Sepan que el que se hace el tonto puede recurrir a enmascarar dos de las capacidades cognitivas del ser humano: puede jugar con la percepción, aparentando que no nota lo que ocurre a su alrededor, sea el llanto del niño al que no quiere entretener, sean las señas evidentes de infidelidad conyugal, sean las escaseces y desgracias que acechan a la familia.

Otra es la ocultación del saber o el conocimiento acerca de algo, de manera que ustedes vivirán tranquilos y felices alegando su ignorancia de la mecánica a la hora de reparar un electrodoméstico, la pata de la silla o el tornillo que se le ha aflojado a la tostadora. Y no digamos nada de las destrezas intelectuales: hacerse el tonto supone no conocer el funcionamiento de ordenadores, teléfonos o coches eléctricos, fingir no acordarse de un asunto poco agradable, no hacer memoria de los términos de una conversación comprometedora o borrar del todo aquellos asomos machistas o xenófobos de nuestra juventud como si nunca hubieran existido.

Si practicamos estas artes con habilidad y disimulo siguiendo la sabia máxima del dame pan y dime tonto, seremos considerados como un cero a la izquierda, un don nadie, por los que nos quieren bien, librándonos así de trabajos y servidumbres de poco gusto; o tratados de zorritontos, como mucho, por los que desconfían de nuestra ignorancia, pues notarán en nosotros la condición peligrosa del que actúa en beneficio propio, del que las mata callando o del que da gato por liebre, bajo los falsos asomos de tontuna.