Unas semanas antes de que el mundo se congelara en marzo estuve en Oriente Medio. El motivo de la expedición era asistir al Congreso Mundial de Aviación, en el que una de las ponencias era sobre el futuro del sector en la Unión Europea.

Cuando uno trabaja en Bruselas siente desde el principio que se está en el epicentro del mundo. Las instituciones se concentran en esencialmente un kilómetro cuadrado, pero qué kilómetro cuadrado. Coches oficiales, trajes de negro, cámaras de televisión, rascacielos llenos de funcionarios. Las cumbres de Primeros Ministros mensuales y las viejas glorias de 27 Estados miembro forrándose hasta la extenuación paseando por las mismas calles que los meros mortales como nosotros. Debates sobre cada rincón del Universo y recomendaciones sobre qué valores deben imperar en el mundo y por qué. Los reyes del mambo, vaya.

En ese contexto eurocentrista que destila una superioridad moral un tanto repulsiva, en febrero de 2020 llegué a Qatar dispuesta a aprender de lo que hacían en medio mundo pero, sobre todo, esperando que les enseñásemos nosotros cómo se estaba construyendo el futuro.

Cuando entré en la primera sala del Congreso y vi el programa completo me sorprendió un poco la distribución del tiempo. 45 minutos de conferencia sobre Europa frente a seis horas de Oriente Medio. Supuse al principio que sería por la sede del evento, una cierta deferencia hacia lo local. Después vi que había cuatro horas de América y otras cuatro de Asia. Cuando ya empecé a ver que igual algo no iba bien fue cuando me di cuenta de que Oceanía tenía dos horas completas, con sus respectivos 120 minutos. Es decir, Australia y Nueva Zelanda merecían 75 minutos más de atención que el autoconferido faro moral de occidente que es Europa.

El gran drama del asunto, por si ser irrelevante no fuera poco, vino cuando al terminar el panel sobre Europa (la primera ponencia después de la inauguración) no hubo un sólo alma en todo el evento que tuviera el más mínimo interés en la UE más que para decir que qué bonito es París y que tienen casa en Ibiza. Los directivos de las grandes compañías de aviación mencionaban nuestro continente para decir que nuestra regulación del sector era propia de locos inconscientes y nos iba a llevar a la quiebra, lo cual por supuesto les parecía a todos estupendo porque estaban deseando comprarnos a precio de saldo. Esencialmente, que mientras América es la tierra de las oportunidades, Asia la cuna de la innovación, África el continente a explotar y Oriente Medio el dueño de casi todos los anteriores; el valor añadido de la Unión Europea en el mundo es ser una fábrica de legislación contraproducente en la que pasar unas vacaciones estupendas.

Mientras cada día desde Bruselas o Madrid nos permitimos la obstinación de dar recomendaciones al mundo sobre cómo debe funcionar cada rincón del planeta, a sólo unas horas de avión de distancia nos miran con la condescendencia con la que se observa a una vieja gloria acabada que vive de las rentas de lo que un día, hace no tanto, fue y pudo ser.

Antes de caer en el síndrome del abuelo cebolleta de las relaciones internacionales, Europa haría bien en entender su capacidad de influencia real en el mundo.

Quizás dentro de no mucho descubramos que la UE es la Murcia del planeta: que los de aquí sabemos que no hay lugar mejor mientras desde fuera apenas nadie nos presta atención.

Por la cuenta que nos trae, que por nadie pase.