Llevaban muchos meses sosteniendo la esperanza de que habría paz para Navidad. Cuando finalmente llegó y mientras la euforia estallaba en las calles de toda Gran Bretaña, Virginia Woolf se obligaba a sí misma a dejar constancia de ese día histórico en su diario: «Supongo que debería decir algo sobre el armisticio, pero no sé si merece la pena poner una plumilla nueva para eso». Tras ese instante de duda y pereza, sí lo hizo y llenó un par de páginas con sus opiniones sobre los festejos de la paz, que veía con escepticismo. «Estoy sentada en la ventana y tan apretujada que el constante goteo de la lluvia que golpea las hojas casi me moja la cabeza€».

Una pereza similar me embarga a mí cuando tengo que escribir con la sospecha de que el tiempo borrará rápidamente las grandes palabras, pero también con la esperanza de que será el tiempo quien separe lo relevante de lo superfluo. Escribe Woolf en medio de los festejos: «Me pregunto qué constituye realmente la felicidad€». Pasan los años y lo que permanece vivo entre las hojas es la imagen de ella arrellanada junto a la ventana y las gotas de lluvia que cayeron ese día en el que parecía que terminaba algo, aunque luego vinieran nuevas guerras y nuevos armisticios.

A menudo Viginia Woolf se pregunta por qué lleva un diario y qué sentido puede tener escribir la vida si todo pasa sin apenas dejar rastro. Nunca encontró una respuesta convincente. Ya se encargarán el azar y el tiempo de dar sentido a lo que ella escribía a vuela pluma, sin ataduras, «sin más pausa que la de mojar la pluma en la tinta», a la deriva.

El tiempo ordenará las palabras «como hacen silenciosamente esos recipientes que forman un molde lo bastante transparente como para reflejar la luz de nuestra vida y que, sin embargo, sea estable y sereno, compuesto con la distancia de una obra de arte».

Colgada de los días, la escritura es ligera, pero no tan automática que su falta de disciplina impida que en la oscuridad del cajón, en el discurrir del tiempo, adquiera una luz propia con la que descubrir que «la relevancia subyacía donde no la había visto en su momento».

Para eso escribía, para que la luz del tiempo ilumine la vida que registró en la penumbra, como aquellas gotas que escribían en la ventana lo que el fragor del día ocultaba.