A Sísifo lo condenaron los antiguos dioses griegos a cargar una piedra eternamente en los rincones más profundos del inframundo. Lo eterno es una medida que al ser humano se le escapa, incapaz de abarcar lo que sucederá en tan solo unas semanas. Asusta el infinito porque es incontrolable. Y porque en lo innumerable siempre hay repetición. La imagen del pobre Sísifo es desalentadora para los humanos. El hecho de empujar una roca hasta lo alto de una ladera para comprobar, justo antes de culminar su hazaña, que la piedra volverá a caer rodando colina abajo condena cualquier experiencia al fracaso. Sísifo sabe que la piedra volverá a caer y que sus esfuerzos serán vanos. Es cuestión de tiempo que sus músculos se contraigan y que la roca ceda unos metros antes de ver el otro lado. Pero había en Sísifo una honestidad impecable, que hacía de su sufrimiento un acto heroico. A pesar de conocer de antemano el fracaso de su empeño, nunca deja de intentarlo. Su dolor no es el límite.

La piedra que lleva nuestra sociedad atada al cuello es la mentira. Algunos prefieren llamarla desinformación, una término mucho más difuso y ambiguo. Tal vez más cobarde. Porque desinformación no es lo mismo que mentira y la peligrosidad de nuestros días estriba en confundir las dos. La mentira deliberada es una piedra adosada a la espalda, que pesa, pero que nunca se suelta. La practican los políticos de nuestro arco parlamentario. Los medios de comunicación le dan brillo o la ensucian, dependiendo de la curva ideológica, y se difunde por las redes sociales como un agua envenenada que moja todos nuestros hogares.

Sin embargo, el Gobierno de Coalición ha conseguido, en su insistente camino hacia la eternidad, aportar un giro original al mito de Sísifo. Si bien las mentiras pesan, el presidente Sánchez y su guardia pretoriana han logrado vencer de forma hercúlea la gravedad de dichas mentiras, hasta convertirlas en gráciles pompas de jabón. Para ellos, lo importante es llegar a la cima y, una vez instalados arriba, no permitir bajo ningún concepto volver a pisar la parte más baja de la ladera.

Es meritorio en una sociedad que se presume moderna, democrática y formalmente universitaria que la mentira tenga ya tan poco efecto sobre los ciudadanos. El valor de la verdad se ha desdibujado de tal modo que resulta inocuo discutir siquiera la causa de tanta ignorancia. Todos sabemos que es más fácil aceptar la mentira que la realidad. El primero que lo ha asimilado con sobresaliente éxito es el Gobierno, que la ha institucionalizado como procedimiento administrativo. Es su método de respiración. Su bombona de oxígeno. Mientras la sociedad vive angustiada con una pandemia que ha costado demasiadas vidas, los periódicos y radios nos advierten de las fake-news de Trump y lo nombran como paradigma del ´populismo descarnado´, alguien que no duda en mentir a su población para conservar el poder. Si aplicáramos la misma fórmula a los discursos de nuestro Gobierno, España sería un país mucho más enfadado y deprimido, sí, pero tal vez con menos muertos.

Bastarán algunos ejemplos para desnudar al Sísifo que está instalado en el techo de la Moncloa. En seis meses de pandemia (algo más de Gobierno) ha habido tiempo para arrastrar demasiadas piedras. El caso de las mascarillas ha sido paradigmático. En un principio, cuando veíamos escenas en la televisión de alemanes y franceses con mascarillas por la calle, a nosotros, seres confinados por aquel entonces, se nos amaestraba en discursos sobre su inutilidad. Sesudos expertos salieron a defender los postulados del Gobierno entonces. Llegaron incluso a criticar a todo aquel que se hacía con una en la farmacia, llamándolo ´paranoico´ e ´insolidario´. Tiempo después se supo que el Gobierno no había previsto la compra de las mascarillas. No solamente fue incapaz de anticipar las dimensiones de la tragedia, sino que en el momento que esta le sepultó, prefirió la mentira en lugar de la verdad: que no había mascarillas para todos. ¿Cuánta gente se contagió en abril y mayo por seguir las recomendaciones del Gobierno? ¿Cuántos de ellos murieron? Solo el que contempla la vida en lo alto de la colina, junto a su piedra, lo sabe.

Sobre el IVA de las mascarillas también hemos presenciado una farsa en varios actos. El Gobierno de «nadie se queda atrás» ha mantenido durante seis meses el impuesto más alto sobre un bien de primera necesidad. Se ha negado a bajarlo en cuatro ocasiones, refugiándose en una normativa europea que no existía. Adriana Lastra llegó a decir que Italia ´se había saltado la ley´ y que ´España no iba a hacer eso´. ¿Cuántos sueldos de asesores se pagan con el dinero del IVA de las mascarillas? ¿Cuántos comités de expertos? ¿Cuántos alumnos se han visto obligados a repetir mascarilla un día tras otro en las aulas de nuestros institutos?

Y de entre todas las mentiras, la que más se amolda al inframundo griego es la que acerca a Bildu al espacio democrático. Pedro Sánchez se pasó cuatro años repitiendo que jamás pactaría con un partido que no condenase la violencia. De todas las declaraciones que hizo la más inquietante es la que pronunció recordando al ministro socialista asesinado, Ernest Lluch. Dijo que «aquellos que hoy ensalzan a Otegi y le (sic) llaman hombre de paz convendrían (sic) que recordaran la memoria y las palabras de Lluch». Bildu ya se ha convertido en un socio oficial del Gobierno. Ni siquiera le hace falta a Pedro Sánchez mantener las formas y mandar a Pablo Iglesias a negociar. Ya no hay bambalinas tras las que esconderse. Todo se hace a plena luz del día. ¿Qué se le tiene que pasar por la cabeza a un votante socialista cuando observa que su partido prefiere pactar con Bildu antes que con Ciudadanos, y eso que Arrimadas lleva meses arrastrándose para aprobar los presupuestos?

Sería más honesto que el PSOE afirmase de una vez que prefiere tener al lado a Bildu que a un partido constitucionalista. Que este PSOE tiene más sintonía con Otegi, el que va a Madrid «a destruir el régimen» que con Casado o Arrimadas. Que por el voto de sus cinco diputados es capaz de subir la colina y bajarla tantas veces como sea necesario, a pesar del tamaño de la piedra, del peso de la mentira. Tanto que ya ni le incomoda cargarla. Esperemos que las lágrimas dialécticas de Fernández Vara no le impidan ver la nómina a final de mes. Su calculado tuit (uno cada cuatro meses) tranquiliza a muchos socialistas históricos. Es como ese momento de satisfacción de Sísifo que decía Camus, el instante en el que el héroe cree que va a lograr depositar la roca en lo alto sin que se caiga. 140 caracteres y a dormir hasta la siguiente sesión de vergüenza.

Eso es lo más cerca que el socialismo actual está de la dignidad. Un párrafo lamentándose del destino de España, sin mencionar ni a Sánchez ni a su partido. Esta era la esperanza que muchos tenían de que el PSOE volviese a ser un partido nacional. Y no lo es. Es una piedra atada al peso de todos. Una piedra que volveríamos a votar de nuevo si mañana hubiese elecciones.

Pedro tiene de piedra más que el nombre.