Lotte duerme a mi lado, está tranquila, resignada, y nada espera ya. El asma le ha concedido tregua y por una postrera gracia del destino quizá no sufra esta noche los ataques de tos que tanto la mortifican. Solo resta escribir una breve nota. Apresurémonos pues mañana acabará todo. He aquí el papel. Pluma y tintero ya están sobre la mesa. También nuestro salvoconducto en forma de veronal. Todo está listo y el círculo se cierra. Si al mundo vine en la ciudad imperial de los Ausburgo, he de abandonarlo entre los muros de la casa de Braganza.

Amanece y las luces del día han de encontrarnos preparados para el último gran viaje. Las aguas tempestuosas de la Historia nos han arrojado hasta las orillas de esta tierra que es tan bella; a este país maravilloso, donde el aire que se respira está lleno de aromas portadores de futuro y esperanza; a esta tierra donde la naturaleza más diversa y las razas humanas más dispares conocen la verdadera y misma armonía que un día existió en el paraíso. Adiós tierra querida, nuestro consuelo, nuestro bálsamo, tabla de salvación para estos dos náufragos de la vida en que nos hemos convertido. Pues yo, amigos, soy solo un hombre sin hogar, escritor sin patria, por siempre eterno judío errante. Que todo acabe aquí, mañana mismo, sin falta. Ya no hay hogar donde volver. Es una civilización entera la que ha caído a manos de sí misma. Desconozco qué ha de venir, pero no será bueno y aún la paz se logrará a un precio demasiado alto. Durante el próximo siglo crecerán hombres con alma de metal. Fríos, cortantes y de acero serán sus corazones. Por eso, con voluntad libre y conciencia clara decido desligarme de la vida y volver la espalda a este mundo, no sin antes cumplir con el sagrado deber de bendecir esta tierra brasileña que me ha dado refugio y sostén para restañar las profundas heridas de mi corazón que eran, sin embargo, incurables.

¡Solo si hubiera sido un poco más joven! Pero pasado el Cabo de los Sesenta Años, ¿cómo es posible empezar de nuevo? Sí, cierto es que desde que llegué he amado cada vez con mayor intensidad esta tierra. En ningún otro rincón del mundo hubiera encontrado sitio más a propósito para para echar de nuevo los sólidos cimientos de una existencia plena tras el pavoroso espectáculo de ver mi mundo destruido, sumido en las llamas de la guerra, peor aún, condenado al olvido. Mi lengua, mi pueblo, mi patria y mi espíritu, todo en definitiva, borrado como si jamás hubiera habido tales cosas.

No, no queda la menor reserva de fuerzas, ni ímpetu ni vida. Agotado y exhausto tras años inacabables de exilio y peregrinaje, herido de muerte aún sin saberlo, llegué como refugiado y suplicante. Vine miserable y desdichado, mañana partiré con Lotte de idéntica manera.

El trabajo intelectual, el amor por la cultura, el cultivo de la humanidad a través del espíritu, eran para mí cuanto había de sagrado y digno en el mundo. Ahora nada de ello encontramos por el sendero de muerte y destrucción que la humanidad, mártir, atraviesa dos veces en una generación. Reducido a un estado miserable y sobre todo habiendo perdido cualquier vínculo con mi mundo de ayer, creo que lo más sensato, lo más coherente, es poner punto final a una vida para la que la libertad personal y la dicha más noble derivadas del trabajo intelectual han sido un beneficio mucho mayor que cualquier otro de los tesoros que la madre tierra esconde en su seno. A nada de eso quiero renunciar.

¡Oh amigos queridos! Os saludo ya desde la otra orilla de la laguna Estigia. Solo deseo para vosotros, sufrientes, delicados, tiernos espíritus que padecéis la opresión y el dolor, que los rosáceos dedos de la aurora pongan fin a las tinieblas de una noche que pretende coronarse como asesina de la esperanza. Tinieblas que son como de fría piedra; oscuridad cerrada y sin estrellas. Perdonadme, hermanos en el dolor, os lo ruego, pues hemos de partir. La tristeza tan honda me ha hecho débil e impaciente, tanto que ya no puedo esperar a que llegue la luz. No deseo beber de este cáliz de lágrimas que con tanto dolor como repugnancia aparto de mis labios. Me adelanto, disculpadme amigos, marcho antes que vosotros al encuentro de la aurora.

Siempre vuestro, Stefan Zweig. Petrópolis a 22 de febrero de 1942.