Uno no sabe nunca cuándo la vida va a detenerse. A girar de forma brusca. A saltarse el guion establecido por la monotonía. A estallar en mil pedazos como un cristal roto. El rostro humano es el símbolo de la perpetuidad. Los ojos, la nariz y la boca son las señales evidentes de que la vida sigue su curso. De que existimos en el tiempo. Philippe Lançon es un periodista cultural que se ha pasado las últimas décadas hablando de libros, de discos de jazz y de arte. La noche del 6 de enero fue al teatro de Quartiers d´Ivry, a las afueras de París, a ver Noche de Reyes, una obra de Shakespeare que trata sobre naufragios, principios y finales. Al caer el telón sobre el escenario sus recuerdos empezaron a flaquear, como la sustancia shakespeariana con la que están hechos los sueños. Al día siguiente volvería a nacer, convertido en algo muy distinto a lo que siempre había sido.

Philippe Lançon fue uno de los supervivientes del atentado que los hermanos Kouachi perpetraron contra el semanario satírico Charlie Hebd. La historia personal del atentado empieza con un libro que él no había escrito y finaliza con un escritor al que no conocía. El 7 de enero se publicaba en Francia Sumisión, la última novela de Houellebecq, sobre una hipotética victoria de un partido islamistas en las elecciones francesas. El libro había despertado mucha polémica, sobre todo para aquellos que no lo habían leído. Lo tildaron de racista y alarmista. Ese mismo día, Charlie Hebdo dedicaba su portada a una caricatura donde Houellebecq aparecía viejo, fumando, con un aire de maldito que el propio escritor cultiva, acompañado de un título, La predicciones de Houellebecq y dos frases que salen de su boca: «En 2015 pierdo mis dientes» y «En 2022 hago el Ramadán».

Lançon sí lo había leído. Se preparaba para hacerle una entrevista. No era un tipo que le cayese especialmente bien, pero no compartía las repulsas de la mayoría de periodistas culturales de izquierdas. Cuando entró en la redacción de Charlie aquella mañana sus compañeros discutían sobre el alarmismo que creaba ese libro y el odio que podía despertar. Varios minutos después, comenzaron los tiroteos en la redacción del semanario. La mayoría de los asistentes a aquella reunión murieron de disparos en la cabeza. Philippe Lançon sobrevivió, a pesar de las heridas en la cara, haciéndose el muerto, entre charcos de sangre propia y ajena.

Nace así El colgajo (Anagrama), uno de los testimonios más esclarecedores de esta guerra contra el integrismo que sufre Europa desde 2004. Porque el libro no es solamente una crónica de lo sucedido. Es mucho más. Es la reconstrucción doble de una vida suspendida: por un lado, Lançon intenta rescatar de su memoria los elementos anteriores al atentado; qué hizo los días previos, hacia dónde iba su vida, qué libros estaba leyendo; pero también es una composición física. El atentado le había destrozado la mandíbula, el labio inferior y la barbilla. Su rostro había desaparecido. Lo descubrió él mismo, minutos después del brutal ataque, cuando se miró al espejo en una pantalla del móvil y observó una cara distinta a la suya, una deformación monstruosa. Ese era el colgajo que debería acompañarlos el resto de su vida. Las tripas del terror presentes en el dolor físico y moral de un espejo.

El colgajo es un desahogo, pero también un ajuste de cuentas contra su memoria. Lançon pasó de ser un periodista cultural a un paciente inválido que dependía de una pizarra para comunicarse, puesto que no podía hablar. Se aferró a En busca del tiempo perdido de Proust y a La montaña mágica de Mann. En ambos libros sus personajes están aislados, uno en su hogar, recubierto de soledad y de recuerdos, y el otro en un sanatorio. Pero son dos casos que le sirven como muletas. Sobreviven gracias a los recuerdos. Se supeditan a ellos para encarar un futuro lleno de sombras. Por eso el camino que emprende Lançon es también una introspección hacia él mismo. El tiempo en el hospital lo marcan las continuas operaciones a las que se debe someter, para reconstruirle la mandíbula. A cada paso del bisturí, los médicos ponen de fondo Las variaciones Goldberg de Bach, porque su música vence a cualquier tipo de barbarie.

El hombre que ha vuelto a nacer y que necesita aprender de nuevo a ser en el mundo cuenta en El colgajo el día a día de una víctima. Su mundo ahora se compone del equipo de enfermería del hospital Pitié-Salpêtrière, la sumisión a los doctores, los nuevos hábitos de vida, como soportar los mareos constantes, cohabitar con las venas de sus brazos, incapaces ya de soportar más pinchazos, las pequeñas incursiones al mundo de los vivos, como al museo Guimet de arte oriental o una exposición de Velázquez. Una vida hecha a partir de retales y silencios.

Pero Lançon también explica en estas memorias del terror lo que es convivir con el miedo. Los ruidos en mitad de la noche, cuando al cerrar los ojos vuelven los terroristas y disparan sus metralletas. El compartir espacio con los guardaespaldas, que velan su cama día y noche. El pasear simplemente por las afueras del hospital, con el corazón encogido, al descubrir que la vida no se ha detenido, sino que ha seguido su curso de forma tan implacable que parece haberse olvidado de su estado. El miedo (el más exigente de todos) de volver a su hogar, a su rutina anterior, y descubrir la alfombra sucia, la misma que compró en Iraq hacía casi treinta años; sus libros desordenados, todo lo que representa una vida anterior, ya extinta, porque ahora es el colgajo el que dicta el horario de las comidas, la cantidad de dolor al despertarse o el humor para encarar un artículo para Liberation.

Ahora que se ha iniciado el juicio por el atentado de Charlie Hebdo, leer El colgajo nos arroja la necesidad de encarar el problema del islamismo radical en nuestras sociedades europeas. Nadie es ajeno al reto de detener la islamización de Europa. Tal vez el problema no sea una novela de Houellebecq, sino que un semanario satírico no pueda llevar en portada una caricatura de Mahoma. En Francia. En el siglo XXI. La voz escrita de Lançon es un monumento a los valores europeos de libertad. No renunciemos a ellos.