En los tiempos en que era escolar en el Colegio Nacional Concordia, llamado así por el nombre de mi barrio, en Sabadell, allá a principios de los 70, el catalán estuvo siempre presente en mis estudios. Tuve profesores catalanoparlantes y castellanoparlantes, de origen catalán y procedentes de otros lugares del Estado español, y, aunque la mayor parte de clases se impartían en castellano, también recibíamos clases en lengua catalana que recuerdo gratamente, igual que recuerdo con agrado escuchar hablar catalán en distintos comercios, propiedad de catalanes, en casa de mis vecinos, o a mi tío Josep, al que igual llamamos José que Josep, como mi primo Jaime, su hijo, es indistintamente Jaime o Jaume.

Hijo de payeses de Sant Llorenç Savall, o San Lorenzo, nombre del pueblo donde transcurrieron los domingos de mi infancia, con los almuerzos de ´carn a la brasa i botifarra´ asadas en la viña, mi tío José la ponía a nuestra disposición como lugar de encuentro y esparcimiento prácticamente durante todo el año, salvo los meses de julio y agosto en que solíamos viajar a Murcia por vacaciones. En las ramas de un árbol que nos recibía al poco de cruzar la cadena cercana a la carretera que delimitaba la propiedad, mi padre y él improvisaban un columpio, junto al cual mi tía Maruja y mi madre montaban un picnic en el que no faltaba la habitual paella, el plato estrella dominical, mientras mis primos, mis hermanas y yo correteábamos o montábamos en bicicleta por turnos y disfrutábamos de raticos que tejieron un vínculo inquebrantable que permanece sólido y profundo.

Aún me parece oír a mi querido vecino Josep Queralt, un leridano de Bell-lloc, preguntándome si nos enseñaban català a l´escola. Para él era muy importante. Había vivido la Guerra Civil y la represión brutal que en la postguerra prohibió expresarse en su lengua a muchas personas, tanto en Cataluña como en Galicia o vascongadas, como entonces se conocía al País Vasco. Las cocinas y lavaderos de nuestras viviendas se comunicaban, y mis padres siempre tuvieron una relación más que de amistad de familiaridad con Adriana, la mujer de Josep, y con sus hijas Mariana y Mercedes (la Mercè), con las que siempre hablamos en castellano aunque en su casa ellos lo hicieran en catalán. Muchos catalanes, sin que lo hagan a propósito ni con mala fe (como he oído decir a algunas personas malintencionadas o mal informadas, que de esas siempre ha habido y habrá), sino de forma inconsciente, enhebran en su discurso vocablos catalanes, resultando sus conversaciones un totum revolutum catañolo que a mí siempre me ha resultado divertido y curioso.

En el vocabulario y las expresiones de quienes viven ahora en Cataluña, o vivieron en el pasado, pues la lengua se sedimenta y permanece como un poso fértil, se barretxan también términos de procedencia catalana, y si me fascinó el latín tan pronto supe de su existencia y me inicié en su estudio es porque pude ver con claridad lo que es una evidencia: que catalán y castellano son lenguas hermanas, procedentes ambas de una misma lengua madre. No había ni hay para mí motivo de discordia, ni creo que lo haya para mucha gente.

Pero he aquí que el idioma, que debe servir para comunicarnos y entendernos, para disfrutar de todo aquello que se ha pensado o creado en una lengua y dejado por escrito como legado para la posteridad, es a su vez un instrumento de politización muy útil para disgregar y enfrentar.

El poeta latino Ennio decía en el siglo III a. C. que tenía ´tria corda´ porque hablaba osco, griego y latín. Sin duda es provechoso conocer y, si no dominar, al menos ser capaz de entender otras lenguas, que permiten acceder a otros patrimonios culturales, a otras maneras de pensar, con sus singularidades.

Los recuerdos que he traído a colación tienen ya cerca de medio siglo. La historia está ahí para atestiguar tanto desmanes como hechos gloriosos, y negarlos o aferrarse a ellos es igualmente nocivo e improductivo. Que una ley de educación sirva para ahondar en una fractura en lugar de restañarla es mala señal. Opino que los políticos no caminan en buena dirección y nos llevan a malos derroteros. No quiero pensar no ya en un país sino en un lugar en el que el se desconozca y se aborrezca la lengua del vecino en lugar de aprovechar la oportunidad de experimentar el gozo y enriquecimiento que proporciona conocerla.

Yo me alegraré siempre de poder disfrutar y entender a Cervantes y a Rodoreda, y de que existan quienes, como el poeta Joan Margarit, Premio Cervantes 2020, escriban en catalán y castellano sin que necesariamente lo uno sea traducción de lo otro.

En el barrio de mi infancia, por cierto, había una plaza llamada Plaza de la Libertad.