Cuando subes a una bicicleta, todo se pone en pausa. Aparece el silencio. Pero no un silencio pasivo, ya que en realidad la mente no se vacía, sino que, con naturalidad, entra en un estado sutil de atención. Los detalles se amplían y se convierten en pequeños descubrimientos que surgen al pasar, al poner los cinco sentidos en el aquí y ahora.

La bici es una extensión de nosotros mismos. Nos transmite lo que necesita, hay un diálogo constante. Se establece una relación personal y corporal, de máxima compenetración. Nos llevan, nos entienden y soportan nuestro peso. Y no solo eso, sino también nuestras habilidades y caprichos. Por ello, cada bici tiene su propia personalidad.

Sobre ellas, el cuerpo parece ganar ligereza y la mente expande su conciencia. Los pensamientos van y vienen, se intercalan con las cosas que uno va viendo. No se está solo sino consigo mismo. Percibir la bicicleta entre las piernas, hace que nos olvidemos que hay dos entes separados, uno vivo y otro funcional, ignorando así los cinco puntos de contacto físico que nos unen.

La idea de camino no implica llegar a ningún sitio, sino todo aquello que se descubre al realizarlo. Cuerpo, bicicleta y ruta se funden. Es un placer intransferible y nuestras propias limitaciones serían los únicos oponentes. El camino no tiene promesas, uno debe entrar sin expectativas en él y dejarse sorprender.

Las bicicletas nunca mueren del todo. Aunque las desarmes, siempre hay algo que sirve o alguien que la rescata. Cuando está a punto no se siente. Se deja pedalear, ofrece un andar suave y a la vez firme, es silenciosa (ninguna pieza se queja), se integra a los movimientos como si fuera una prolongación de nuestra anatomía. Casi no opone resistencia: todo el mecanismo interpreta al instante nuestras señales. Tanto para frenar, torcer o saltar. Y no solo eso: limpiar la bici es limpiar la mente. Al cuidarla, nos cuidamos. Pura simbiosis.

Esa misma conexión también se genera al cruzar la mirada con alguien que siente una misma pasión. Se conecta al instante con alguien que ni siquiera conocemos. El dialogo viene con una sonrisa cómplice al compartir esfuerzo y una misma devoción.

La bici evoca inmemorables cargas significativas y me atrevería a asegurar que la tristeza es incompatible sobre ella. Su uso crea hábito. Empezar a pedalear es adictivo, pero no todos los modelos provocan la misma sensación de plenitud. En mi caso, por ejemplo, busco desafiarme a mí mismo practicando trial. Equilibrio, fuerza, constancia, inercia... son mis principales motores cada vez que entreno.

Sobre una bicicleta aprendo a conocerme a mí mismo y establezco una relación intensa entre el afuera y el adentro. Es mi portal hacia la libertad.